Sólo en esa fiebre estamos vivos



Si algún día tuviera que dar cuenta a unos extraterrestres, o a mi madre, que viene a ser lo mismo, de la historia de mi vida diría que se resume en una noche en la que conduje más de 1000 kilómetros para verla durante apenas diez minutos y darle un beso apoyándome en la puerta de su coche, aparcado al borde del cauce de un río seco en medio del páramo castellano-leonés. Durante el viaje estuve a punto de matarme dos o tres veces porque me moría de sueño y, además, casi me quedo sin gasolina a la altura de una prisión de alta seguridad del País Vasco (creo que era la de Nanclares de Oca). 

Enamorarse es eso: un viaje sin sentido, una misión enfermiza y poco menos que imposible que emprendemos por razones que no tienen ni pies ni cabeza. Y, a la vez, ese tiempo, el tiempo que dedicamos a amar, es el único, de entre los infinitos instantes que se deslizan cada día entre nuestros dedos, los mismos que van cuarteando sin remedio nuestra piel, en el que el oxígeno que malgastamos al respirar sirve de algo, porque todo lo demás, la vida cotidiana y sus trasiegos, no es más que ruido y vacío, un incesante frenesí de abejas obreras que amontonan miel por pura inercia evolutiva. 

Contemplar el paisaje a través de la ventanilla. Volver a contar los kilómetros que faltan. Imaginar cómo será ese beso con el que llevas tanto tiempo soñando. Regular la temperatura. Mirar otra vez el reloj. Apretar con fuerza el volante. Respirar hondo y frotarte los ojos para mantenerte despierto. Y, más que ninguna otra cosa, experimentar la formidable sensación de que por una vez en la vida no hace falta que las cosas encajen de ninguna forma ni tengan un sentido en particular, porque el amor y el deseo no están sujetos a las sutiles reglas de la física ni a las de la lógica elemental y porque, en el fondo, sólo perdemos el tiempo preocupándonos por lo que vendrá e interrogándonos acerca del sentido de la vida cuando no la estamos viviendo como debiéramos.

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