Deseos de cosas imposibles


De niño, aprovechando que mi tío era inspector de obras del Ministerio de Fomento y su trabajo le llevaba a menudo lejos de casa, me metía en su habitación a escondidas y me pasaba las horas muertas examinando los dibujos de su colección de enciclopedias. Un día encontré debajo del último tomo un puñado de cartas manuscritas envueltas en papel de plástico y escritas en una letra redondilla muy hermosa. Yo conocía la caligrafía de mi tío y sabía que no eran suyas.

Como por entonces no había legislación en materia de protección de datos personales y, más que nada, para que voy a engañarles, porque yo tenía una curiosidad voraz por todo lo ajeno, me puse -como no podía ser de otra forma- a leerlas. Al parecer eran de una chica que había conocido durante unos de sus viajes de trabajo. En las cartas aquella mujer le declaraba su amor y le reprochaba, con una pena dulce que casi atravesaba el papel, su falta de valor para hacer realidad ese amor y traducirlo en forma de una relación ante el mundo con sus comidas de los domingos y sus minuciosas rutinas. 

Yo conocía bien a mi tío y sé que él sentía que estaba atado por su vida y que no podía hacer nada para cambiarla, así que nunca se lo reproché. Pero aquellas cartas me dieron tanta pena que, con una vaga intuición de lo que debía ser enamorarse, me prometí a mi mismo que siempre que me encontrara en una situación como esa, en la duda de si franquear o no las puertas, si yo consideraba que ese amor era un amor de verdad, de los que valen la pena, nunca dejaría que se me escapara por miedo, desidia o resignación. 

Desde la altura de mis cuarenta y cuatro años de vida puedo decir con cierto orgullo que he incumplido todas mis normas muchas veces y que todavía lo haré unas cuantas más si tengo ocasión, pero que jamás - y jamás es nunca- he quebrantado esa que yo mismo me impuse de niño en aquella oscura habitación con olor a humedad, por mucho que de ello hayan resultado amores inolvidables y, también, alguna que otra decepción, porque la vida es así, un juego en el que a veces se toca el cielo y todas las estrellas parecen orientadas hacia ti por una mano invisible y otras, para compensar, un toro de ojos oscuros y pestañas infinitas que parecía digno de toda confianza te pega una cornada de varias trayectorias que pasa rozando la femoral y no te deja tieso de puro milagro.



Me callo porque es más cómodo engañarse
Me callo porque ha ganado la razón al corazón
pero pase lo que pase
y aunque otro me acompañé
en silencio pensaré tan solo en ti.



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