Estrellas



Algunas mujeres son como una bala que lleva escrito tu nombre y que no puede ser esquivada: desde el instante en que aparecen en tu vida estás perdido y lo único que puedes hacer es ponerte de rodillas y empezar a rezar todo lo que sepas para que la cosa no acabe en desastre, aunque seas tan ateo como Karl Marx y estés firmemente convencido de que allá en lo alto del cielo no hay nada más que unos cuantos millones de estrellas que algún día exhalarán su último aliento y se apagarán para siempre. 

Así es la vida: un vasto y oscuro territorio en el que, a ratos, brilla una luz hermosa e intensa capaz de perdurar más allá de su propia muerte. Como dice el detective Rust Cohle en la última escena de esa memorable serie llamada True Detective:

Once there was only dark, but if you ask me, the light’s winning” (“Hubo un tiempo en el que sólo había oscuridad, pero si me lo preguntas, creo que la luz está ganando”).

Ojalá sea así realmente. Ojalá exista para todos nosotros una epifanía, una posibilidad de redención, un vientre cálido en el que depositar nuestras lágrimas, una escena final en la que se nos revele que todo aquel sufrimiento merecía la pena o, al menos, tenía algún sentido y que la luz ha triunfado por encima de las circunstancias, el miedo, las cajas de cristal que se quiebran y tantas otras excusas que nos ponemos a nosotros mismos para evitar que suceda precisamente lo único a lo que todos tenemos derecho: a ser felices. 


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