Elogio del dejarse ir



 
A la gente le gusta pensar -nos gusta pensar- que la vida puede cambiar de un momento a otro, que algo está a punto de suceder, que si nos esforzamos un poco todo irá mejor, que siempre es posible encontrar una salida, un camino, un atajo que hará que las cosas sean más fáciles de digerir. Ningún diseño evolutivo perdura demasiado si no está impregnado de esa resiliencia, de esa voluntad de seguir hacia adelante que desde tiempos inmemoriales ha arrastrado a las tribus humanas desde el sur hacia el norte y desde el norte hacia el oeste a la búsqueda de no se sabe qué cosa. 

Ninguna especie triunfa si se abandona a la molicie y la derrota y por eso hasta las más minúsculas y elementales criaturas, los virus -ciegos y sin cerebro- se revuelven químicamente contra los antibióticos, porque todo lo que existe quiere persistir en su ser y se resiste a morir y si para conseguirlo ha de matar, matará porque ese es el signo distintivo de la vida: que la repudiamos mil veces pero cada criatura, no importa su tamaño, forma o color, se aferra a ella con desesperación.

El azar nos perturba e inquieta. Nos tranquiliza pensar que la voluntad y la determinación lo pueden todo. Por eso todas las dictaduras de la historia prometen al hombre el mismo catálogo leyes mecánicas e inflexibles en las que no cabe la incertidumbre y en el que el ciudadano ejemplar, aquel que se comporta como es debido, será el arbitro de su propio destino y tendrá la felicidad garantizada. Y nosotros, que somos estúpidos y gregarios por inclinación natural, nos dejamos seducir una y otra vez por esas fascinantes e ilusorias promesas de simetría: desfiles triunfales, relucientes uniformes, principios fundamentales e inamovibles y todas las voces cantando un himno que en realidad no significa nada.

Les daré un consejo, si me permiten la osadía.  Desconfíen siempre del envoltorio brillante de los bombones de licor, de los discursos triunfales, de las fotos de familia, de los clubes de todo género y condición, de la prensa diaria, de los que aseguran la felicidad y la belleza por un módico precio, de los soldados que desfilan como chinches por la pata de una cama, de los que viven la vida con un traje hermético a prueba de decepciones, de los recitadores de poesía en las veladas que organiza la FNAC, de los que hacen señas con los dedos a las azafatas, de los dioses que quieren ser nuestros pastores como si fuéramos ovejas, de la dialéctica estéril de las tertulias y de los buitres de traje oscuro que hacen promesas al pueblo desde los balcones.

A cambio amen a los que caminan solos, a los que tratan de entender sin juzgar aun aceptando que nadie entiende a nadie, a los adultos que se resisten a bajarse de las montañas rusas de las ferias, a los que ni ahorran ni entienden de herencias, a los que intuyen que una ambulancia acabará devorándolo todo y a los que, como los esquimales, cuando se hacen viejos, se pierden por los caminos para que se los coma el oso. Porque el oso -no se engañen lo más mínimo al respecto- llegará más tarde o más temprano (porque llega siempre) así que, entre que viene y no viene, aprovechen el tiempo y amen a tiempo completo y con las velas desplegadas a todo trapo aunque en ocasiones el vendaval amenace con arrancarles de cuajo el palo mayor, vivan como si la vida se fuera a acabar pasado mañana, sonrían siempre que tengan ocasión aunque no venga mucho a cuento y no se preocupen demasiado por nada porque en realidad esa preocupación es una ilusión de control con la que fuimos programados hace miles de años para que no dejáramos de caminar, para que no nos conformáramos nunca, para que fuéramos incesantemente infelices.
 
La vejez es el último verso del poema,
después empieza la crítica.
(Fabian Casas, Horla City y otros).

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