Maldita flacuchenta



Me despierto en una habitación de hotel, son casi las once. Hay dos cigarrillos encima de la mesita, una vaso de Southern Comfort con tus labios marcados, las llaves de un coche que si no recuerdo mal no es el mío y un móvil Sony con funda de silicona que vibra cada diez minutos y que a fuerza de vibrar dentro de un rato acabará por caer al suelo. A los pies de la cama el sol se filtra crepitando insidiosamente a través de las cortinas, pero tu lo has esquivado escondiéndote debajo de la almohada, abrazándola con tanta fuerza que cualquiera diría que con ese truco de magia has sido capaz de irte lejos, muy lejos, a un lugar en el que duermes del otro lado de la realidad, en un espacio en el que los relojes no tienen manecillas. Te miro y pienso que me gustaría ser capaz de no hacerte daño, de conseguir que lo que siento por ti también sea real más allá de las cuatro paredes de esta habitación, sin calcular ni evaluar sus implicaciones, sin mirar en todas las direcciones antes de cruzar la calle, pero me conozco demasiado y se que nunca he tenido la perseverante naturaleza de los hombres que construyen catedrales a la intemperie, así que me resigno a mi suerte como en algún momento lo hicieron los soldados que regresan del frente con la derrota grabada en los ojos y trato de consolarme con la esperanza de que aunque, como hace tiempo que sospecho, quizás no haya un futuro para los dos, con un poco de suerte pronto volveremos a vernos y esta no será nuestra última noche. Pero dentro de unas horas todo habrá acabado para siempre, como acaban todas las cosas hermosas, como acaban la vida y los sueños y entonces esos cigarrillos, la mesita, tu móvil y hasta tu mirada pertenecerán ya al territorio insomne y fronterizo de la memoria de las cosas que jamás olvidaremos. 






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