Juro que no olvidaré tu nombre



Apenas alzamos la vista del suelo cogemos el lápiz y dibujamos en la pared encalada del fondo del patio vacilantes garabatos de carbón cuyo significado nadie entiende y que, sin saberlo, quizás sean nuestra obra más perdurable. Día a día, sin querer, el aire nos da forma mientras vamos camino del colegio atravesando nubes, viento y calles con placas de latón en memoria de prohombres de la patria a los que nadie recuerda ya. Los campos de trigo se mecen más allá de lo que abarca la vista y presentimos que debe haber algo más que se nos oculta, algo que no sabemos y que por alguna razón nos ha sido vedado conocer. Un mirlo canta en lo más hondo del matorral y un abejorro zumba frente a tus ojos durante una fracción de segundo, como si tuviera curiosidad por saber más de ti y estuviera a punto de hacerte una pregunta. Y así sucede que todo llega y pasa cada vez más rápido: las luces del atardecer, las pequeñas alegrías que caben en un dedal, las penas que se desbordan y amenazan con anegarlo todo, los sueños que soñamos y olvidamos, la esperanza, el verano, el orgullo, la navidad y el miedo. Saltamos de casilla en casilla en el tablero del tiempo hasta que un día nos despertamos con los huesos doloridos y casi extrañándonos de estar vivos, buscando atajos y fórmulas magistrales que aplacen lo inevitable, con la creciente certeza de que un día, más pronto que tarde, la muerte pronunciará nuestro nombre. Nadie escapa a ese destino. Con todo, aunque no sirva de consuelo, me gustaría pensar que hay algo de nosotros que queda en las personas que nos amaron, en aquellos que un día lloraron nuestras penas, en quienes nos abrazaron con el corazón y en quienes compartieron un instante de felicidad en cualquier recodo de nuestra existencia. Si es así, si todo lo que fuimos no se barre ni se borra con la muerte, si somos algo más que una huella borrosa en un patio de colegio, si es cierto que podemos iluminar con algo de lo que somos un espacio en el alma de los demás, quizás no hayamos vivido en vano, quizás todo tenga un sentido. No lo sé y nadie puede saberlo a ciencia cierta, pero esta noche, como tantas otras, me gustaría ser capaz de consolarme con esa elegante esperanza que se que a ti tampoco te habría disgustado. 


EL FINAL

No todo hombre sabe lo que cantará al final
cuando mira el muelle, al zarpar el barco, ni qué sentirá
si lo abraza el bramido del mar, inmóvil, ahí al final
ni qué esperar, pues es claro, ahora sí, que no volverá.
No hay tiempo ya de podar el rosal, de hacer cariños al gato,
cuando ya no aparece el crepúsculo quemando los pastos
ni la luna llena helándolos, no todo hombre sabe lo que verá en su lugar.
Cuando el pasado apoya su peso en la nada, y el cielo
es apenas recuerdo de luz, terminó el relato
de cirrus y cúmulus, los pájaros detienen el vuelo
-no todo hombre sabe qué puede esperar, ni qué cantará
cuando aborda ese barco hacia la oscuridad, ahí, al final.

(Un poema de Mark Strand, 1934-2014).



PD. Dedicado a ti, como no podía ser de otra manera, en esta noche en la que en silencio invoco tu nombre, en esta noche oscura en la que he comenzado a echarte de menos, en esta noche que me parece la más oscura de todas las noches. 


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