Luz y oscuridad



Hace un rato un terrorista al servicio del estado islámico ha matado en el paseo marítimo de Niza a un montón de personas que paseaban aprovechando la celebración de la fiesta nacional francesa. Por mucho que se repitan, cuesta acostumbrarse a estas cosas, porque hay algo antinatural y aberrante  en el hecho de que alguien -por la razón que sea- decida conducir un camión con el único propósito de llevarse por delante al mayor número posible de sus semejantes. 

En una escena de la película Sin Perdón, William Munny, el personaje interpretado por Clint Eastwood, reflexionando acerca del asesinato, explica que matar a un hombre es algo despreciable porque cuando matas a alguien no sólo le quitas todo lo que tiene sino también lo que podría llegar a tener. Es así. La muerte volatiliza, en un instante, nuestros sueños, nuestras esperanzas, los besos que habríamos llegado a dar y las caricias que hubiéramos podido recibir, los atardeceres, los días de playa y todo cuanto hay de bueno y hermoso en la vida.

¿Cómo es posible que ocurran cosas así? Por una curiosa capacidad específica del ser humano: la de alienación. Uno no puede convencer a una cabra, a un tigre o a una perdiz de que se comporte de una forma contraria a su naturaleza. Sencillamente son lo que son y no pueden ser nada más. Con el ser humano la cosa se complica: bajo la influencia de ciertas formas de verdad revelada el ser humano es capaz de alterar su percepción de la realidad que le rodea y hasta de redefinir su propia identidad.

La alienación convierte la propia vida y la vida de los demás en instrumental: en algo que se puede sacrificar al servicio de un propósito superior. Lo curioso es que ese fenómeno no se produce sólo -como podría creerse- en sociedades primitivas en las que el brujo de la tribu ordena que ofrezcan sacrificios para contentar a los dioses. Mal que nos pese la cultura y la racionalidad son poco más que una fina capa de barniz que apenas alcanza a cubrir un vasto depósito de irracionalidad y barbarie y por eso, con los estímulos adecuados, una sociedad la mar de civilizada puede trazar un plan racional y sistemático para exterminar a sus conciudadanos de raza judía, contemplar con una sombría indiferencia como aquellos que no comparten su fe en la patria vasca son secuestrados y asesinados o, como ocurre en nuestro tiempo, invocar la palabra divina para asesinar a todo hijo de vecino que no profese la fe musulmana o que no la profese al delirante modo en que unos fanáticos han decidido que ha de hacerse.

Por mucho que cueste aceptarlo estas cosas ocurren, han ocurrido siempre y seguirán ocurriendo aunque nuestra civilización perdure cien mil años más. Podemos tratar de prevenirlas y de reprimirlas, pero siempre estarán ahí, al acecho. Son la cara oscura de nuestra luna, la peor versión de lo que podemos llegar a ser, los demonios que nos asaltan cuando abdicamos de la libertad, la verdad y la belleza en favor de dioses, patrias, sistemas políticos y otras radiantes vacuidades al amparo de las cuales se resguarda, siempre paciente, siempre incansable, el antiquísimo aliento de la muerte. 

Aunque en noches como la de hoy cueste creerlo, si alguno de ustedes me lo pregunta, les diré que, como dijo una vez el convaleciente detective Rust Cohle, aunque las estrellas ocupen sólo una fracción del cielo nocturno conviene tener en cuenta que una vez, no hace demasiado tiempo, en ese cielo había sólo oscuridad así que -muy despacio y con incontables traspiés- la luz le está ganando la batalla a la oscuridad. 

PD. Lo creo de verdad y además creo que es bueno aferrarse a esa elegante esperanza.

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