El animal que venimos siendo



Acabo de leer que una azafata de la compañía norteamericana Delta, durante un incidente que requería que le fuera prestada atención sanitaria a un pasajero enfermo, no creyó que otra pasajera de raza negra que se había ofrecido a ayudar fuera realmente doctora en medicina. Normal. Los médicos, como es sabido, son señores mayores de raza blanca con bata reluciente (y blanca), endoscopio, gafas de más de tres dioptrías y cierto aire paternal a medio camino entre la benevolencia y el enfado por no seguir sus sabias recomendaciones sobre la necesidad de evitar las corrientes de aire y no abusar de las grasas.

En fin, un compendio de sexismo y racismo.

Para entender cómo puede ocurrir algo así hay que recordar que durante cientos de miles de años los hombres hemos venido abordando a las mujeres con una elegante maniobra consistente en arrastrarlas por el suelo cogidas del pelo como si fueran sacos rellenos de estiércol y ese sutil procedimiento resume todavía -por desgracia y para nuestra vergüenza- muchas de las relaciones hombre/mujer en este mundo que se cree tan moderno y que, en realidad, hunde sus largas raíces genéticas y culturales en lo más oscuro de la noche de los tiempos. 

Por eso de vez en cuando el homo brutalicus que todavía puebla todos los ecosistemas (bares, oficinas, centros comerciales, pueblos y ciudades) mata a una mujer, maltrata a otra o la acosa psicológicamente: porque llevamos haciendo eso desde que la luna está en su sitio en lo alto del cielo y porque la capa de civilización que se superpone a ese brutalismo tiene un grosor de milímetros. 

De igual modo, durante esos mismos cientos de miles de años nos hemos acostumbrado a seres iguales a nosotros: nuestra familia, nuestra tribu, nuestra especie. La idea de que hay otros que son como nosotros pero de diferente color nos resulta todavía nueva, extraña y hasta sospechosa. Seguimos recelando del diferente, del que no es como nosotros y cuando desconfiamos de alguien le asignamos un rol que nos permite simplificarlo, encasillarlo y estigmatizarlo: rumanos ladrones de cobre, negros propensos a la molicie, musulmanes con inclinaciones filoterroristas. 

El prejuicio es un escudo, una forma primaria de miedo a lo desconocido, un impulso irracional que no se resigna a su condición y busca una forma de autojustificarse: ahora que es más difícil afirmar abiertamente que el otro es inferior nos conformamos con decir que es diferente. Y sobre la base de esa diferencia construimos un discurso racista que es exactamente igual al que antes se predicaba de lo seres inferiores, los indígenas sin alma, los negritos del África tropical que cantaban la canción del Cola Cao. 

Esa doctora negra es, en si misma y sin saberlo, un atentado contra todo el orden establecido. Una chica negra no puede ser ni doctora ni poeta y como doctora tampoco puede ser mujer: como mucho puede ser empleada del hogar, madre soltera o aspirante a perceptora de ayudas sociales. Y es, también, una evidencia de que el mundo avanza y de que, a pesar de los titulares de los periódicos, en general lo hace en la dirección correcta. Pero a ratos hay que reconocer que el ritmo de ese viaje resulta un poco desesperante. 

PD. Unas investigadoras del País Vasco han analizado las relaciones entre sexismo y racismo (si, he dicho investigadoras, están es todas partes, esto no puede acabar bien). Según sus conclusiones las personas con alto nivel de sexismo, tanto hostil (que supone una visión de la mujer como alguien inferior) como benevolente (que implica una percepción de la mujer como alguien débil al que hay que proteger y cuidar), también poseen prejuicios racistas. Como explica Maite Garaigordobil, catedrática de Evaluación Psicológica de la UPV, el sexismo está vinculado con una orientación hacia la dominancia social y con el autoritarismo. Las personas sexistas aceptan las jerarquías y las desigualdades sociales como algo natural, consideran que los diferentes grupos tienen el estatus que se merecen y que la clase a la que pertenecen es la mejor. Los resultados sugieren que ambos procesos mentales son muy cercanos y que es probable que la actitud prejuiciosa podría ser un rasgo de la personalidad.

(Maite Garaigordobil y Jone Aliri. “Sexismo hostil y benevolente: relaciones con el autoconcepto, el racismo y la sensibilidad intercultural”. Revista de Psicodidáctica, 16(2), pp 331-350. 2011.)


Comentarios