Ir por libre



España tiene una larga tradición de ir por libre y más bien a contrapié. Llegamos tarde, mal y nunca a la revolución francesa y a la revolución industrial y mientras Europa organizaba dos guerras mundiales como dos soles aquí andábamos entretenidos en algo que nos encanta: matarnos los unos a los otros. 

Pasa el tiempo y seguimos con el paso cambiado. En el mundo, a escala global, los conservadores han ganado. Lo hicieron por goleada, en todos los frentes y muy especialmente en el ámbito económico. El muro de Berlín y la desastrosa experiencia de los regímenes comunistas han convertido a los socialistas en socialdemócratas y a los comunistas poco menos que en especímenes de coleccionista. El comunismo es hoy, para cualquier persona con dos dedos de frente y algo leída un artefacto inservible, una reliquia histórica, una antigualla oxidada.

En España... no. Aquí vamos por libre y en ejercicio de esa libertad hemos desenterrado y devuelto a la vida al Partido Comunista. Como esa denominación expele una frangancia regular -a alcanfor y nafatalina- aquí se llama Podemos, las CUP, Podem y otras variopintas marcas blancas regionales. Pero es el viejo comunismo de siempre: el que afirma que el pueblo (cuando un dirigente comunista dice el pueblo se refiere a si mismo y, si acaso, a sus herederos) en ejercicio de su soberanía está harto de la austeridad (como si endeudarte cada vez más te hiciera más libre y como si nuestra deuda  no fuera como es cada vez mayor) y exige no se qué cosas y está harto de no sé que otras cosas. Claro que luego llegan las elecciones y el pueblo vota mayoritariamente a Rajoy, lo que nos permite deducir que, o bien, los votantes de Rajoy son de otro pueblo o que el pueblo en cuestión está hecho un lío.

Los dos extremos, por diferentes razones, son una desgracia. Por un lado, la ideología conservadora ha conseguido que en muchos países la clase media se vea obligada a hacer frente a todas las facturas sociales y que los ricos, en cambio, se vayan de rositas a efectos fiscales. Ese viscoso prehomínido que recibe el nombre de Donald Trump, por poner un ejemplo, no paga impuestos y cuando por un casual hace la declaración, que es casi nunca, le sale a devolver. Es obvio que algo no va bien cuando todos los ciudadanos de un país no contribuyen de acuerdo con su capacidad y cuando, incluso en medio de la crisis económica, quien más debería hacerlo es precisamente quien no lo hace. Y por si fuera poco por medio mundo emergen partidos de ultraderecha que apelan a los instintos más barriobajeros del votante.

Y qué decir, por otra parte, del comunismo ese trágico error histórico, ese sueño de la razón que en nombre de la equidad y de la buena voluntad ha venido dando a luz a toda clase de monstruos y miserias. Cuando veo en la televisión a Pablo Iglesias y al circo de los horrores de P. T. Barnum formado por sus acólitos, esos que parecen seleccionados entre desechos de tienta ataviados con lo más granado de los stocks invendidos de ropa de Alcampo, al principio pongo la misma cara de asombro que el coronel Aureliano Buendía aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo y, luego, apenas repuesto, nunca se si lo que procede es arrojar un zapato a la televisión, con el consiguiente riesgo de tener que comprarme otra y, con un poco de mala fortuna, otro zapato; echarme a llorar de desconsuelo como Florentino Ariza en ausencia de su amada Fermina Daza en El amor en los tiempos del cólera; o, ponerme en pie y puro, explícito e invencible, como el protagonista de El coronel no tiene quien le escriba, enviarlos a comer mierda.  


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