No siempre mucho de algo es suficiente
Aunque sé que esta vez no volverás y tú eres consciente de que yo tampoco te pediré que lo hagas, me gustaría pensar -ni siquiera estoy seguro de ello, pero la idea me resulta reconfortante- que quizás hubo un tiempo en el que nuestra relación hubiera sido posible, un poco más tarde o mucho antes, eso no lo sé y que un día, dentro de algún tiempo, cuando por casualidad nos acordemos el uno del otro aceptaremos con benevolencia y sin rencor que lo nuestro -ese algo inconstante que ni siquiera llegamos a bautizar con un nombre- no terminó por culpa de nadie en particular sino por una de las causas de extinción de los contratos más antiguas que recoge el Código Civil: el mutuo desistimiento de las partes; pero eso, en cualquier caso, si llega a suceder, sucederá después, mucho más tarde, porque ahora todavía carecemos de la perspectiva necesaria para darnos cuenta de que hemos llegado a la última estación, al final del camino, al punto en el que ya no hay nada más dibujado en las cartas de navegación y, por eso, a veces, cuando nos asalta a deshora el mordisco eléctrico de la melancolía, todavía pensamos en volver a llamarnos, en que quizás podríamos hacer algo, lo que sea, para arreglarlo de alguna forma; pero lo cierto es que está roto y aunque ya se que dicen que si te divirtió no cuenta como error, ahora está roto, roto del todo y lo curioso del caso es que, por mucho que nos quedemos ahí parados mirando los trozos que han quedado desparramados por el suelo de lo que un día hubo o casi hubo entre nosotros, ni tú ni yo tenemos la menor idea de porqué ninguno de los dos tratamos de hacer nada para evitarlo.
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