Añoranza



Llevo días inquieto porque tengo la sensación de que mi trabajo me aburre. La verdad es que, bien mirado, aburrirse en el trabajo, en el trabajo más bien rutinario de nuestros días, es lo más normal del mundo. Durante cientos de miles de años nuestros genes fueron modelándonos con el único propósito de convertirnos en cazadores: seres que abandonaban de madrugada su madriguera, recorrían en silencio vastos territorios inexplorados hasta encontrar un leve rastro de su presa, la seguían hasta encontrarla, peleaban con ella en buena lid hasta matarla y luego, si la cosa había ido bien, se lamían las heridas y la despedazaban para llevar consigo de vuelta a casa las partes más apetitosas.

En cambio ahora vivimos en una sociedad de compradores: cuando queremos algo cogemos el coche, nos vamos al centro comercial y allí lo encontramos envasado al vacío en cien modalidades diferentes. El carro de la compra tiene ruedas para que no tengas que tirar de él, por todas partes hay escaleras mecánicas que caminan por nosotros y hasta las plazas de párking están numeradas para que no nos perdamos. No hay nada que matar, nada que explorar, nada que descubrir. Nuestra vida transcurre entre atascos de tráfico, jornadas laborales más o menos tediosas y las indescriptibles comidas familiares de los domingos en las que no es extraño que de vez en cuando sintamos la ancestral llamada de la selva y nos entren ganas de liquidar de una buena vez al mamut de nuestra cuñada que, dicho sea de paso y aprovechando que lo de leer no es lo suyo, tiene unas partes más bien poco apetitosas.

No me interpreten mal. No es que no seamos felices: algunos lo somos, otros es muy probable que lo sean menos y otros casi con toda probabilidad lo serán más. No se trata de eso. Se trata de que a ratos las infinitas ventajas del mundo modernos me producen algo de desazón, como si allá adentro de mi cabeza algún minúsculo engranaje no acabara de encajar del todo, como si hubiera una voz que me reclama hacia otro destino menos seguro pero más vigoroso y emocionante que dejó de ser posible hace más o menos diez mil años con la llegada de los primeros síntomas de la civilización. 

Con la tecnología moderna irse a África de safari a cazar un elefante o un felino es, además de un crimen y una estupidez, una actividad carente de riesgo muy propia de monarcas venidos a menos que sufren las secuelas del exceso de matrimonios consanguineos y que tratan de compensar sus disfunciones sexuales fusilando a animales desdentados cuya única defensa posible consiste en mirarles de reojo con desprecio.

A mi, si quieren que les diga la verdad, me gustaría ser cazador en un mundo en igualdad de condiciones: en uno en el que la bestia (un alien, un predator o un velocirraptor) pudiera pagarte con tu propia moneda y darte matarile al menor descuido. En una esquina del universo en la que todo me resultara desconocido y en el que cada paso, si cometo un error, pudiera ser el último. Un mundo en el que fuera yo el que estuviera en peligro de extinción. Pero... en lugar de eso malgasto mi tiempo realizando un trabajo igual de emocionante que contemplar como la entrañable abuela Edelmira se depilaba frente al espejo del baño con minuciosidad de orfebre los pelos del entrecejo los domingos por la mañana. Y eso, quieran que no, también desgasta, sólo que de otra manera.

PD. No ignoro que hay algo peor que aburrirse, que es no dar abasto. Hoy en día mucha gente se ve abocada a soportar jornadas laborales interminables y cargas de trabajo lindantes con la esclavitud por cuatro duros y medio. El estrés laboral es mucho más nocivo que el de la selva, porque es como si durante diez horas al día, veinte días al mes, once meses al año, alguien te estuviera devorando el alma a cambio de un salario que a duras penas da para ir tirando. Y, con franqueza, no se me ocurre ninguna criatura que se ensañe tanto con sus presas como el ser humano lo hace con sus congéneres en el "civilizado" mundo laboral. 


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