Casi 2017




Acaba otro año sumergido en la telaraña de niebla que anega siempre en los días que rodean a la Navidad los desolados páramos del poniente lleidetano. En estos días la bondad del clima es tal que si fuera el dueño de Mordor y de Lleida vendería Lleida a algún incauto y me iría a compartir piso con Sauron. 

En fin, dentro de dos días estaremos en 2017 y dentro de poco más de dos meses cumpliré 47 años. Así de rápido pasa la vida. 

El final de año es -al menos para mi- tiempo de volver la vista atrás para recordar, una vez más, a los que ya no están. Por desgracia, al hacernos mayores la lista aumenta y lo hace de forma casi exponencial: al principio, cuando éramos niños, sólo se morían los viejos cantantes de la tele y, como mucho, algún pariente lejano que, por lo visto, siempre había andado delicado de salud. Luego, en la adolescencia, empezamos a perder a los abuelos y más tarde, en algún momento a partir de los cuarenta, a los padres. 

Al acercarnos a los cincuenta la vida se convierte de pronto y sin venir a cuento en una película de guerra en la que las balas silban por todas partes y más de una vez hasta nos pasan rozando: empiezan a morir de forma prematura amigos y conocidos víctimas de enfermedades que no deberían existir o que deberían afectar sólo a los peores de nuestra especie (que, por alguna razón, parecen inmunes a ellas) y uno a uno van desapareciendo a golpe de telediario los actores, los escritores y los ídolos musicales de nuestra adolescencia. 

A veces pienso que el recuerdo y el afecto que sentimos por las personas a las que un día quisimos y que ya no están es, quizás, su huella más perdurable en el universo y esa elegante esperanza me consuela o al menos alivia un poco el resquemor de la añoranza. Un poco, sólo un poco. 

Sin embargo no quiero que esta entrada con la que despido el año 2016 tenga un tono triste. A veces en la vida sucede que de pronto todo encaja de forma mágica y se ilumina el lado más hermoso de lo que somos y si añoramos a esas personas es porque en algún instante han compartido con nosotros alguno de esos momentos especiales. Brindemos por todo eso, brindemos porque estamos vivos y celebremos la amistad y el amor, porque la única verdad que se parece un poco a una verdad absoluta es que -aunque sea una lata trabajar y todos los días te tengas que levantar- la vida es una tómbola, ton, ton, tómbola de luz y de color y por eso mismo, ya que estamos, apuremos la copa hasta el final y bailemos este vals como si mañana no fuera haber ninguno más, porque bien podría ser así o no o vaya usted a saber. 

Feliz 2017 a todos!






PD. Como todavía no tengo alzheimer sé muy bien que ya he recurrido a esta escena de Días de Radio alguna que otra vez. No importa, vuelvo a hacerlo ahora y lo volveré a hacer en el futuro (o eso espero, sería una buena señal) porque resume mejor que nada que yo conozca un montón de sensaciones que en estos días se me agolpan en el corazón: la familia que está y la que se fue, la sensación de que el tiempo se nos escurre entre los dedos, el amor y el sonido de la radio, el besugo al horno, el frío y las luces nocturnas de la ciudad y los recuerdos que, inevitablemente, se desvanecen un poco más con cada nochevieja. 



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