Traveling alone



La besé por última vez y le dije que me iba y ella me contestó que le dolía pero que al fin y al cabo nadie podía decidir por mi. Se bajó del coche sin perder la compostura y mirándome con los ojos muy abiertos, como si estuviera a punto de hacerme una pregunta de la que ya sabía la respuesta, dejó caer una docena de rosas que hace un rato hubiera jurado que eran rojas y ahora, desparramadas sobre el suelo, parecían de un color azul casi violaceo, como mariposas oscuras a punto de desplegar las alas.

Entonces no lo sabía, pero ese también fue mi último partido. Tenían un año menos que nosotros pero aquellos diminutos muchachos de la cuenca minera se las apañaron para marcarnos un gol cuando faltaban cinco minutos para el final y ya no hubo nada que hacer. Estas cosas pasan y hay que aceptarlas, me dijo el entrenador palmeándome la espalda. Puede, pensé, pero si puedo elegir prefiero que le pasen a otro. Entonces yo no podía entender que no estaba tratando de consolarme sino de revelarme un secreto: que nuestro último sueño como niños coincide siempre con nuestra primera derrota como hombres y que después de esa derrota vendrán otras muchas que nunca vemos venir pero que están ahí afuera, esperándonos. 

Mi padre seguía en cuidados intensivos. Respiraba fatigosamente con los ojos cerrados después de su último infarto cerebral. Tenía su mano entre las mías y yo no podía evitar contemplar hipnotizado las venas de sus brazos, una especie de tatuajes borrosos que se agitaban con cada débil latido de su corazón. El martes pasado el médico nos había explicado que le quedaban tres meses de vida. Eso como mucho, añadió. Pero era Navidad y estaba vivo, así que la idea de que pronto su corazón dejaría de latir resultaba inconcebible, como una pesadilla de la que te gustaría despertar a pesar de que a cada minuto que pasa vas asumiendo que nunca podrás hacerlo.

Hacía tres días que había tomado la decisión de irme. Podría decir que fue por algo en particular, pero no fue así: una mañana me miré al espejo y supe que tenía que hacerlo. En cierto sentido, tampoco sentía que estuviera dejando nada atrás, como si no hubiera nadie dispuesto a preguntarme por qué lo hacía o cómo me sentía, así que recogí mis cosas, me despedí de mi madre procurando no rozarle la cara al besarla porque nadie mejor que sus dos hijos varones saben que eso no se hace y conduje toda la noche hasta que salió el sol. Entonces me paré a tomar un café, llené el depósito de gasolina, puse la radio para no tener que escucharme a mi mismo y seguí conduciendo hasta que dejé de saberme de memoria los nombres de las ciudades.

Volví algún que otro verano de visita. Pero si quieren que les diga la verdad, lo cierto es que -aunque nadie lo sepa y aunque a mi mismo me costara dos décadas entenderlo- nunca regresé. 


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