Con lo que cabe en la palma de la mano



Hay veces en las que otro explica mejor de lo que uno sería capaz de hacerlo aquello que le gustaría explicar. En esos casos lo más honesto es atenerse a la versión original:



Al hacerse mayor a uno le suceden dos cosas. La primera, inevitable, es que la juventud y todo lo bueno que la acompaña -que no se engañen, es mucho- va quedando atrás. Por eso ninguna generación desaprovecha la ocasión de de despotricar de sus jóvenes: porque, en el fondo, a los que ya no lo son, más que ninguna otra cosa, les pesa saber que no tendrán ocasión de volver a serlo y esa desconsoladora evidencia les llena de rabia y la rabia, por supuesto, les empuja a una frustrada y frustrante viejunidad, que es como el lado oscuro de la fuerza pero con muchos reproches y sin estrella de la muerte. 

La segunda cosa, en cambio, sólo acontece si uno no es del todo idiota: en el proceso de hacerse mayor las certezas inquebrantables de la juventud también se van desvaneciendo como la lenta niebla del amanecer. Cuanto más inteligente es una persona más reducido es el caudal de cosas de las que está seguro. A mi edad ninguna de esas certezas consiste ya en triviales generalizaciones como el racismo, el nacionalismo de aquí y de allá, el comunismo o el populismo en sus infinitas y sugerentes modalidades que siempre apelan a lo más bajo de nuestros más bajos instintos. Además, como carezco de vocación de oveja no hallo acomodo ni sosiego en ningún rebaño y tengo la impenitente voluntad de equivocarme por cuenta propia en vez de adoptar por conveniencia o comodidad errores ajenos por mucha unanimidad que sean capaces de suscitar. 

Eliminándolas una a una, hoja a hoja, a estas alturas las únicas cosas de las que no dudo pertenecen al ámbito de lo más esencial, al territorio más íntimo y primario de lo que yo sé que es verdad aunque no tenga forma alguna de explicar por qué lo es: unas cuantas palabras de amor que un día dije o que quizás no llegue a decir, algunos olores que sería capaces de reconocer incluso en mi lecho de muerte, el recuerdo del dolor y la pérdida, el sonido de una guitarra portuguesa, la risa y la caricias, la hora de la siesta, la sensación de libertad, alegría y belleza que acompaña a los mejores momentos de nuestra vida y muy poca cosa más. No es gran cosa pero eso no me asusta: venimos al mundo desnudos, así que no debería asustarnos demasiado la idea de abandonarlo ligeros de equipaje.

PD. En el supermercado Esclat y en la Cooperativa Abacus, amén de en otros muchos sitios, se expende estos días en Cataluña al módico precio de 15 euros un kit de productos independentistas de color amarillo lampante -compuesto por camiseta, mochila y abanico- cuya contemplación me produce una mezcla de dulce conmiseración y vergüenza ajena. Por más viejo que me hago nunca deja de sorprenderme la magnitud de las estupideces que es capaz de acometer el ser humano cuando se deja arrastrar cuesta abajo y sin frenos por el barranco de la idolatría política que, al fin y al cabo, es sólo una subespecie de la fe religiosa que algún día (espero que más pronto que tarde) acabaremos por recordar nada más que como un trágico error de nuestro accidentado proceso evolutivo. 

PD2. La guitarra de Marta Pereira da Costa sí es de verdad, por más que resulte imposible escucharla en la radio o en la televisión y aunque a nadie se le haya ocurrido vender camisetas, mochilas ni abanicos en su honor. 




Comentarios