Envejecer




Las preferencias de mis lectores son sagradas para mí

A lo largo de los años varios lectores me han hecho saber que no les gusta el fado. Hasta ahí nada que alegar, sobre gustos... ya se sabe. Lo curioso es el argumento que utilizó el otro día uno de ellos: le parece que es música "que suena a viejo".

El reproche me parece muy acorde con los tiempos que corren. Ahora los cincuentones se denominan a si mismos jóvenes, chicos o chavales y no tienen reparo en andar por ahí arrimando la cebolleta por las discotecas como si estuvieran en plena adolescencia, en medio de una especie de ensoñación colectiva en la que hasta las abuelas llevan minifalda y los abuelos, para no quedarse atrás, se embuten en camisas blancas ajustadas para que se noten sus abdominales (o las protuberancias que haya en su lugar). Más allá de los sutiles muros revestidos de enredaderas y madreselvas de las residencias y los asilos, todo en el mundo rebosa ahora juventud como en una eterna primavera de delirio.

Todo eso es, por supuesto, la mar de respetable porque cada uno hace lo que le viene en gana y, además, quien soy yo, pobre pecador irredento, para aguarle la fiesta a nadie. Y si quieren que les diga la verdad en el fondo estoy muy a favor, porque desde que tengo uso de razón siempre me he sentido un poco viejo, así que toda esta corriente me pilla a contramano, como si todo el mundo atravesara la acera en sentido contrario y esa sensación, como buen protoautista, siempre me ha resultado gratificante. Nunca me he sentido mal nadando a contracorriente y no voy a empezar ahora.

Tengo 48 años y ya no soy joven, no volveré a serlo y no albergo la menor intención de hacerme pasar por tal. Puedo ser inteligente o estúpido, alto o bajo, tacaño o generoso, algo inclinado a la ironía por la simple razón de que matar es ilegal, canoso o barbilampiño pero joven, lo que se dice joven ni lo soy, ni lo seré ni falta que me hace. No me he maquillado nunca y no tengo intención de empezar a hacerlo. Las canas, que hace una par de años se asomaron a la parte de abajo de la barba ya han empezado a colonizar mis cejas y las fotos de mi padre me recuerdan que no se detendrán ahí.

A pesar de todo aquí estoy y si quieren que les diga la verdad, no me quejo de nada. Quizás no soy el mejor de todos los yos que podría haber sido, pero de entre todos ellos, de entre mis infinitos yos alternativos, soy el único que ha sobrevivido y eso no carece de mérito. Intuyo, además, que es mejor aceptarse tal y como uno es que andar por ahí porfiando por recuperar un pasado que no va regresar ni con cremas ni con urgüentos ni con cirios consagrados a las dieciocho apariciones de la Virgen de Lourdes. 

La vida pasa y al pasar oxida, desgasta y envejece. Sin embargo, no hay nada malo en aceptar esas señales del paso del tiempo. Al contrario, como dijo un día el maestro Borges en su epílogo a El Hacedor: " Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara."

Mis arrugas y mis canas también son yo y cada día frente al espejo me recuerdan que he vivido y que, a pesar de todo, sigo aquí. Y la verdadera vejez, la única que es triste, es la que empieza cuando se pierde la curiosidad y de eso, por ventura, todavía me queda un buen remanente. 

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