Grandes mentiras y pequeñas verdades


Desde pequeño siempre he sentido una desconfianza instintiva por todo lo que tenía que ver con la religión. Me parecía una especie de representación teatral artificiosa y sin sentido, algo así como un raro baile sin música. Más tarde entendí que la religión no es más que una anomalía de la naturaleza: la aparición de una criatura consciente (nosotros) hizo inevitable que, más tarde o más temprano, esa criatura acabara tratando de dar respuesta a los interrogantes que plantea su propia existencia (quién soy, por qué estoy vivo, qué sentido tiene la vida, qué ocurrirá cuando muera). Para hacerlo una de sus tentativas fue dar a luz a una figura -dios, el hacedor- que tenía en sus manos el mapa del universo, que definía las reglas y aseguraba que respetándolas las cosas acabarían por salir bien en este mundo o en el otro. Y esa mentira sedante hizo fortuna y su tronco de muchas raíces se dispersó por toda la faz de la tierra.

Pero estamos solos. No hay ningún ser superior que nos observe desde lo alto como si estuviéramos jugando el campeonato del mundo de fútbol y un señor con barba y en camisón pudiera repasar todas las jugadas a cámara lenta para amonestarnos cuando incurrimos en fuera de juego, le metemos el codo en el ojo al contrario o le tiramos los tejos a la cuñada. En contrapartida, en ausencia de dioses, somos libres y, se mire como se mire, esa libertad no es poca cosa, en particular para todos aquellos que, como yo, nunca hemos la menor aspiración de tener amo ni de servir a nadie. Por lo demás les confesaré que las implicaciones morales de la religión con las que suelen sermonearnos a los ateos me resultan risibles e irrelevantes: la religión nunca ha impedido que nadie haga daño a nadie (y si no que se lo pregunten a algunos alumnos de colegios religiosos) y ha sido por sí misma causa de innumerables desastres que ni siquiera me tomaré la molestia de referir aquí.

Con el tiempo ese desapego hacía la religión se ha ido contagiando a otras modalidades de tráfico con abstracciones: el comunismo, la homeopatía, el nacionalismo, el populismo, las verdades alternativas, el relativismo filosófico y cualesquiera otras mandangas que ofrecen soluciones simples a problemas complejos y que siempre tienen a mano un chivo expiatorio al que culpar de todos los males (el capitalismo, las farmacéuticas, la prensa, los del otro lado de la frontera).

Eso no significa, por supuesto, que no crea en algunas cosas. Una de ellas es, por ejemplo, la guitarra portuguesa, porque bajo su mágico influjo prende a minha alma à saudade y esa verdad elemental, la revelación instantánea y fulgurante de las cosas que me emocionan, tiene el inequívoco sabor del amor y de los besos, de la locura, de los poemas que me dejan sin respiración y de esos instantes en los que la vida brilla con tanta fuerza que tengo la sensación de que, a poco que me lo proponga, seré capaz de despegar del suelo y salir volando. 

Si escuchan como suena esa guitarra en las prodigiosas manos de Ángelo Freire acabarán compartiendo conmigo la certeza de que una criatura capaz de crear por si misma algo tan hermoso por fuerza no precisa de dioses.

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