Una playa sin mar
Tú sí que sabes, amigo
De niño quería ser escritor. Pero no un escritor cualquiera, no. Bajo ningún concepto quería ser uno de esos que escriben bestsellers de seiscientas páginas repletos de descripciones, pistas, guiños, tesoros escondidos, pausas y requiebros, ni tampoco de esos que obtienen un accésit dotado con un diabético vale regalo de El Corte Inglés en un certamen de poesía convocado por su cuñado y a la sazón eminente concejal de cultura que, por esas paradojas del destino, se vio obligado a abandonar sus estudios en sexto de EGB porque leer más de tres minutos seguidos le ocasionaba calambres y dolor de cabeza.
Resumiendo: yo era un niño con botas Gorila diseñadas para durar todo el invierno y alergia al polen diseñada para durar toda la primavera que no quería ser un demonio de ciento volando ni un demonio cualquiera, sino que quería ser el mismo diablo en persona y escribir de un tirón la novela más hermosa del mundo.
Pero una noche me tropecé con una frase de Herman Melville en Moby Dick que dice así:
"Existen algunos momentos y ocasiones extrañas en este complejo y difícil asunto que llamamos vida, en que el hombre toma el universo entero por una broma pesada, aunque no pueda ver en ella gracia alguna y esté totalmente persuadido de que la broma corre a expensas suyas".
La lectura de esa frase produjo dos revelaciones simultáneas: que eso era escribir de verdad y que yo nunca sería capaz de hacer algo ni remotamente parecido, así que de un sólo golpe y sin anestesia comprendí que era mejor arriar esa bandera, depositarla con cuidado en el cajón de los sueños rotos y dedicarme a otra cosa. Por eso estudié derecho, porque quería ser funcionario y porque para ser funcionario nadie te exige que escribas como Herman Melville, aunque, eso sí, de vez en cuando en la superficie del océano administrativo se divisa, en medio del oleaje, la inconfundible aleta dorsal de algún que otro cachalote que te tiene enfilado.
Y la vida siguió, como siguen todas las cosas que no tienen mucho sentido. Pero como todos tenemos algún pecado original enganchado por dentro como un anzuelo que se oxida poco a poco pero que nunca acaba por soltarse del todo, esta noche, como tantas otras, muchos años más tarde y unos cuantos títulos de funcionario después, en vez de recogerme, resignarme, sentar la cabeza y dejar que la rutina haga su trabajo, estoy aquí otra vez, rescatando palabras en la playa de este blog trotamundos, como el viejo barco pirata que se lanza al abordaje de unos labios de sirena o como esos borrachos que siempre juran y perjuran que lo van a dejar, que esta será la última vez y que siempre acaban por olvidar sus promesas a la vuelta de un coma profundo.
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