Recordar, escribir, vivir
Algunas veces me deslizo por el camino de la memoria y lo recorro a tientas, entre confundido y sorprendido, como si todas las cosas que me salen al paso fueran de otro que no soy yo y al que apenas reconozco: una habitación alquilada en las que alguien me besa, colores inventados y frágiles, una mirada fugaz pero quizás no casual, los álamos susurrando incansables bajo el sol, un viejo muro de adobe revestido de polvo, olores y sabores que casi puedo tocar con la punta de los dedos, avenidas en las que al atardecer sopla un viento favorable y una noche de invierno que amenaza con derribar los diques del puerto.
Leonard Cohen dice en una de sus canciones (Anthem) que hay una grieta en todo y que esa es la forma en la que la luz penetra en las cosas. En la vida de cada uno de nosotros hay momentos en los que se abren brechas y a través de ellas aparece el dolor. En mi caso escribir evita que tenga que soportar ese íntimo dolor con las ventanas cerradas y me permite darle un significado a todo lo que me ocurre y eso es importante porque el acto de buscar ese significado, en sí mismo, sea cual sea, es mi forma personal de perseverar en una especie de ética de la esperanza, como si al escribir fuera capaz de volver a sintonizar el tibio y lejano pulso de las cosas que un día fui y amé y de reconstruir los fragmentos dispersos de mi pequeña ciudadela para volver a empezar, porque cada día hay que volver a empezar -no queda otra- y además, como dijo Borges, conviene recordar que es mejor haber sido feliz y desdichado que no haber sido ninguna de las dos cosas.
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