Idas y venidas



Cuando esta canción de Manolo García sonaba en la radio yo bebía los vientos, como diría Manolete (mención sólo apta para los muy aficionados al fútbol y para los lectores del diario As en general) de una chica de Madrid (aunque oriunda, si no recuerdo mal, de Albacete) de pelo moreno y ojos virulentos que se llamaba Esperanza Caridad. La chica en cuestión vivía en Barcelona, muy cerca de la comisaría de la Verneda en la que yo trabajaba por entonces de administrativo, con su pareja, un comercial de Madrid que, al parecer, no le daba buena vida, por utilizar un eufemismo que más de una vez escuché en boca de mi abuela y que para mi, de niño, resultaba más bien confuso, como si alguien le estuviera tirando de las trenzas a alguien sin su consentimiento.

Por razones que no hacen al caso pero que no son difíciles de intuir, acabé llevándola a Madrid -a petición suya, nunca he sido propenso a los secuestros- en un viaje relámpago y furtivo en coche: una tarde, aprovechando la ausencia del comercial en cuestión, metió sus cosas a toda prisa en un par de maletas, me llamó por teléfono para que la pasara a buscar, se subió a mi legendario Citroen Saxo verde, la deposité en casa de sus padres en Madrid al anochecer y regresé a Barcelona a la mañana siguiente. 

Durante algunos meses nos escribimos muy a menudo y hasta intercambiamos unos cuantos besos con ocasión de algún que otro viaje mío a la gran ciudad, pero al correr del tiempo empecé a tener la amarga sensación de que aquella muchacha era más fría que una mentira piadosa y más calculadora que la vieja Casio que yo me resistía a usar en el colegio y por eso la relación acabó como acaban los apeaderos de tren de los pueblos de Castilla: marchitándose en perfecto estado de abandono en medio de la playa desierta de cualquier páramo. 

Aunque cosa tuvo poco recorrido desde el punto de vista amoroso, sin embargo, en el plano, digamos, existencial, fue importante porque significó una especie de punto de no retorno, la señal de que algo en mi vida que llevaba tiempo en la unidad de cuidados intensivos y que se resistía a morir, estaba exhalando sus últimas bocanadas de oxígeno y que, visto lo visto, ya no quedaba más opción que aceptarlo, seguir adelante y dejar que en el futuro el sol saliera por donde tuviera que salir. 

Ahora, en la hora calma de la medianoche, al escuchar esta canción, me veo a mi mismo atravesando las calles de Madrid con la última luz del atardecer resbalando sobre los tejados de los edificios y me parece que esa y otros cientos de historias que he vivido pertenecen a otro mundo, a otra vida, a otra persona que no soy yo, el que ahora sonríe sin nostalgia cuando recuerda todas las veces que las cosas no salieron como esperaba o, peor aún, todas la veces que salieron como esperaba y resultó que eso tampoco era lo que en realidad quería.

De todas formas, si les soy sincero, tampoco me arrepiento de nada. Todos -ustedes, yo, la vecina del quinto- somos espíritus barridos por el viento, todos nos echamos a la mar una y otra vez en un cascarón de nuez, todos hemos sentido el vértigo de Aníbal frente a las puertas de Roma y todos hemos soñado con encontrar el tesoro perdido de las minas del Rey Salomón en la página en blanco de unos labios oscuros. 

Esos extravíos y esas pequeñas derrotas que no se consignan en los libros de historia no sólo forman parte de los meandros de nuestra vida, sino que, al final, son lo que nos distinguen a nosotros, pobres pecadores, de los puros, los rectos, los que nunca yerran ni se extravían y de los que siempre, incluso en medio de la más absoluta oscuridad, siguen la senda trazada.


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