Pensar


Cada día escucho muchas tonterías. Algunas son hijas de cualquiera de esos acontecimientos trascendentales que inundan los telediarios, esos mismos que mañana nadie recordará porque habrán sido sepultados por otros sucesos igual de trascendentes e igual de prescindibles. Otras son constantes que reaparecen como las tormentas y las olas de calor: las desventuras de la política o el pésimo estado de la educación, por citar dos ejemplos.

Sobre la educación, en particular, escucho muchas bobadas. Ese cliché que se llama "enseñar a pensar", sin ir más lejos. Yo no sé como enseñar a pensar a nadie y dudo mucho que nadie pueda enseñarme a pensar a mi porque nadie puede darte nada que, de alguna forma, no tengas dentro en estado embrionario. Si me preguntan, eso sí, les diré que pensar consiste, no necesariamente por este orden, en:

a) Relativizar nuestras certezas porque toda certeza es una forma invisible de prisión. Ese líquido podría no ser agua. Ese amor podría no ser el amor de tu vida. Quizás no exista el amor de la vida de nadie. Y es muy probable que en realidad tampoco importe. 

b) Ser un poco menos arrogantes y tener una conciencia crítica que empiece por nosotros mismos. No somos el centro del universo, sólo el centro del ruido que escuchamos en nuestra cabeza cuando esperamos en la cola del supermercado. Seguimos siendo niños con granos que persiguen mariposas. La única diferencia es que ahora sonreímos menos y tenemos más miedo y más ojeras. 

c) No sobreracionalizar ni intelectualizar todo lo que nos ocurre: pensar no es vivir. El pensamiento abstracto está bien para enunciar leyes de la termodinámica o diseñar oleoductos, pero no resulta útil cuando un tren está a punto de atropellarte o cuando, simplemente, pensar te impide ver lo que está sucediendo justo delante de ti.

d) Aprender a controlar cómo y qué pensamos: elegir libremente qué parte de la realidad merece la atención de nuestras pupilas y decidir cómo vamos a construir significados y relaciones a partir de nuestras experiencias cotidianas. No nos mata la cirrosis, nos mata ver la vida a través de los ojos del alcohol. No nos mata el mal de amores, nos mata la insólita creencia de que nuestra vida depende de los volubles afectos de los demás. 

Conozco mucha gente adulta e inteligente derrotada por no haber afinado su puntería para pensar, por procesar la realidad a base de ideas que crecen en su cabeza en modo automático, como flores de invernadero, como ratones que corren sin parar en un carrusel de plástico rumbo a la Gran Vía que lleva a ninguna parte. Son muertos vivientes, siervos de la configuración mental por defecto con la que vinieron al mundo o de aquella que fueron forjando a base de pensar mal. Les pondré un ejemplo: todos los suicidas están muertos mucho antes de apretar el gatillo. Lo estaban desde el momento en que no aprendieron a pensar de una forma que pudiera hacerles razonablemente felices. El disparo es sólo el triste epílogo de la historia.

El objetivo de todo esto es ser felices. Y pensar debe ayudarnos a serlo. No hay ninguna certeza de que después de esta vida haya algo parecido a una segunda oportunidad, un cielo, un paraíso o un resort de lujo con pulseras de todo incluido, así que si su forma de pensar no les ayuda a ser felices es que están haciendo algo mal. De hecho nuestra verdadera preocupación no debería ser si hay vida o no después de la muerte, sino si la hay antes. 

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