Simplificando



De niño yo era un niño listo y tímido a partes iguales. La gente, sin embargo, confundía lo segundo con lo primero y pensaba que yo era una persona altiva, que no me relacionaba con los demás porque los consideraba medio retrasados o, como me dijo un día alguien que años más tarde acabaría siendo mi amigo, como si estuviera contemplando a todo el mundo desde un lugar muy alto, como los entomólogos observan las idas y venidas de los insectos gregarios. 

Pero era timidez. Timidez y un punto de autismo. Todavía hoy si estoy mucho rato con gente -en las celebraciones familiares, sin ir más lejos- cuando todo acaba necesito escaparme como un gato sin dueño y hacer un aparte del mundo en una cornisa del tejado. Mi estado natural es una mezcla de soledad, pareja y grupos pequeños, en los que no tengo que esforzarme en escapar de las emboscadas de la socialización, que siempre me resultan agotadoras y un poco incomprensibles, porque manejo fatal la hipocresía, se me nota demasiado quien me gusta y quien me disgusta y por más tiempo que pase siempre me sorprende el purgatorio en el que habita toda esa gente que mercadea con naturalidad con el calor de invernadero de los afectos fingidos.

Me gustan las ciudades. Porque en ellas no me conoce nadie y el ruido y la multitud me sirven de coraza. Me gusta la soledad de los andenes de las estaciones de tren en invierno y los aeropuertos de paredes brillantes cuyos dedos se abren a la fiebre de todas esas vidas de las que no sabemos nada y que, sin embargo, están ahí, apenas a una tarjeta de embarque de distancia. Por eso viajo, porque viajar es volver a ser extranjero, aunque ese viaje consista en recorrer una carretera secundaria que serpentea entre los tesos de Castilla y que no lleva a ninguna parte. Me gustan los pueblos abandonados al anochecer, los letreros de neón a los que les falta una letra, las huellas de los aviones a reacción suspendidas en el aire, esa oveja fantasma que masca hierba al lado de la carretera, los versos que, a fuerza de simples, parten el cielo, las nubes de tormenta que se ciernen sobre las luces rojas de la gasolinera y, ante la duda, siempre, siempre, el árbol antes que el bosque. 

A ratos preferiría tener un alma gregaria, dúctil y sociable. Pero no les engañaré. Aunque pudiera hacerme con una, mucho me temo que más pronto que tarde el lobo solitario acabaría por asomar la patita y tendría que ponerla a la venta en Ebay por falta de uso. Además, con el tiempo he aprendido a perdonarme casi todos mis defectos porque tengo la convicción -bastante fundada- de que estoy condenado a vivir conmigo y porque una de las pocas, muy pocas, verdades universales es que las personas que te quieren te aceptan tal y como eres y el resto, las que no te quieren, no cambiarán su opinión sobre ti aunque fueras el mismísimo inventor de la Penicilina, así que su opinión, bien mirado, no importa una reverendísima mierda. 

No podemos reescribir nuestra vida. Lo único que podemos hacer es soltar amarras de nuestros viejos naufragios y, como dijo una vez Ricardo Reis, uno de las almas de Pessoa, aprender a reconocer lo que hay de único y hermoso en nuestra hoguera breve, esa que resplandece por un instante justo antes de desvanecerse. 

No hay más.


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