Mis viejos maestros judíos



De joven yo leía mucho a Isaac Bashevis Singer, a Saul Bellow, a Philip Roth, a Bernard Malamud y algunos otros escritores judíos norteamericanos en viejas ediciones de libros de bolsillo de Plaza y Janés y de Bruguera Libro Amigo. Dos de ellos Singer y Bellow (mi favorito) ya habían ganado o acabarían ganando el Nobel de literatura. Los encontraba fascinantes por su sentido del humor, una forma de ironía casi descarnada y nada autocomplaciente y su manejo de la elipse: narraban, no relataban. En sus libros cada grano de arena resumía toda la playa y una pequeña anécdota bastaba para revelar todo lo que era necesario saber de un personaje. Por lo demás, su vida y las historias que contaban no tenía nada que ver conmigo: eran gente culta, que vivía en grandes ciudades de Estados Unidos -en Nueva York o Chicago-. Y sin embargo, había algo en esos libros que me atraía como un imán. 

Con el tiempo me he dado cuenta de que si determinados libros, ciertas películas y algunos poemas nos impactan con tanta fuerza es porque son las únicas herramientas de que disponemos para acceder a zonas desconocidas de nuestro interior que son refractarias al lenguaje ordinario. Hay cosas de cada uno de nosotros que no podríamos contar -ni siquiera contarnos a nosotros mismos- con palabras, pero que de vez en cuando se reflejan y se reconocen en el espejo de esas emociones intangibles que el cine, una novela o un poema expresan tan bien. Esa es, también, la razón por la que hace diez años este blog adoptó el nombre de fatales espejos repetidos, en homenaje a todos esos instantes en los que alguna experiencia personal nos permite reencontrarnos con esa parte de nuestro ser profundo que casi siempre permanece oculta en el inconsciente.

Las historias de Roth, Singer o Bellow son, en el fondo, historias de como la vida va limando nuestros sueños y esperanzas hasta desgastarlos y convertirlos, a poco que nos descuidemos, en culpa y resignación. Dicho así no suena muy alegre, porque, además, el final de la historia, por definición, nunca puede ser feliz. Después de comer perdices, si se espera lo suficiente, siempre acaba celebrándose un funeral. Sin embargo, con ellos aprendí una lección que trato de no olvidar: que incluso cuando se trata de expresar la gran e inevitable derrota de todas nuestras vidas, hay que hacerlo dentro de los estrictos límites del humor, la dignidad y la belleza.

Y es que la vida, contemplada con la perspectiva adecuada, siempre resulta cómica en alguna dimensión, a menudo en detrimento propio. Esta noche, sin ir más lejos, he dejado la chaqueta del chándal tirada sobre el sillín de la bicicleta estática y a cierta distancia el sillín y la chaqueta dibujan la figura de una especie de enano cabezón que me observa encaramado al reposabrazos del sofá. Obviamente, sé que no es así: la última vez que lo comprobé no había ningún enano empadronado en casa. Lo que no es tan obvio es que ya me he llevado tres o cuatro sustos cuando giro la cabeza en esa dirección. Eso es la vida: un tropezar constante con fantasmas.

PD. De aquellas lecturas quedó, también, a modo de segunda derivada, una simpatía perdurable por los judíos y su cultura del exilio, que siempre me ha parecido que encarna, en muchos aspectos, lo mejor de nuestra civilización. Algunos creen que el hecho de que más del 20 por ciento de los premios Nobel hayan recaído en judíos, que, sin embargo, sólo representan el 0,2 por ciento de la población mundial es una casualidad o -en la versión más idiota, racista y mucho me temo que extendida- el resultado de una secreta conspiración. Si esa conspiración existiera se llamaría talento y devoción por los libros y el estudio. Por cierto, la mitad de los campeones mundiales de ajedrez también han sido judíos. Y algo más del 50% de los premios Pulitzer de periodismo, también.



Otro judío premiado y un discurso que vale la pena escuchar

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