Inmersión y escapismo



No estaría de más que, modestamente, Sánchez, Casado, Rivera e Iglesias leyeran esta entrada. No ignoro que, por supuesto, ninguno de ellos lo hará porque lo que yo escribo aquí no resuena ni de lejos en las altas esferas en las que moran los sumos sacerdotes de la política nacional y porque, mucho me temo, el asunto les importa un pimiento. De hecho este asunto en particular lleva importándoles un pimiento los últimos 35 años y nada apunta a un cambio de tendencia. 

La historia que voy a contar empieza después de la transición y se llama inmersión linguística. Un proyecto de rediseño social de gran calado y largo alcance que la izquierda catalana aceptó de buen grado porque, en teoría, debía permitir que los hijos de las sucesivas oleadas de trabajadores españoles no catalanes se incorporaran en condiciones homologables al resto de estudiantes al sistema educativo y, así, impedir que se produjera una brecha social que perjudicase sus perspectivas laborales y fuera en detrimiento de la convivencia. 

El objetivo era conseguir "un sol poble". Para los nacionalistas, sin embargo, detrás de esa idea integradora latía con fuerza un propósito superior. Se trataba de "hacer país": conseguir que de esa inmersión nacieran ciudadanos que, además de hablar catalán, sintieran una simpatía muy bien modelada por la causa nacional catalana y, llegado el momento, en la coyuntura adecuada, por el movimiento independentista. 

La derecha española, que hace mucho que eligió dimitir de la realidad catalana, nunca tuvo nada que decir al respecto y la izquierda aceptó la inmersión porque le parecía que presentaba ventajas indiscutibles desde el punto de vista de la convivencia. La inmersión se convirtió en intocable hasta el punto de que ningún partido (ni siquiera Ciudadanos, que no puede negar que no sabe lo que está ocurriendo en Cataluña porque es un partido que ha nacido aquí) se ha atrevido siquiera a ponerla en cuestión.

El problema es que al tensar la cuerda con el proceso y sus derivadas ese pueblo único se ha resquebrajado: los catalanoparlantes, tal y como habían previsto los diseñadores del proyecto, se inclinan muy mayoritariamente por opciones independentistas y, como era de esperar, los castellanoparlantes hacen todo lo contrario. 

Pero no se trata sólo de eso, se trata de que comienzan a alzarse voces que dan un paso más y ya se permiten señalar quienes son los buenos catalanes: los que hablan catalán y además son independentistas. Los otros, el resto, lo que tienen que hacer es callarse y ser buenos chicos o, si su escasa propensión a la docilidad no se lo permite, regresar a casa. Lo que aún no se especifica es lo que hay que hacer con ellos (con nosotros) si se niegan (si nos negamos) a marcharnos, pero mucho me temo que más pronto que tarde se les ocurrirá algo.


La verdad que ningún partido político español quiere escuchar -porque hacerlo significa reconocer muchos años de desidia- es que la inmersión linguística, tal y como se ha planteado en Cataluña es una máquina de producción de independentistas en serie. El castellano está casi ausente del sistema educativo y la realidad española se enseña con manifiesto desdén o, en el mejor de los casos, como algo tan ajeno y distante como la estepa rusa. El profesorado es un nido de independentistas sólo comparable en su fervor al que exhiben los ardorosos soldados/periodistas de la radio y televisión nacional catalana. 

Si todo sigue así, en quince o veinte años, cuando sucesivas cohortes de escolares hayan experimentado los efectos de la "inmersión", el porcentaje de independentistas no será del 45 o del 55% sino mucho mayor. Que eso ocurra, por supuesto, no es ni es bueno ni malo intrínsecamente, porque pretender la independencia de Cataluña no es mejor ni peor desde el punto de vista moral que defender la integridad de España. Lo que ocurre es que cuando llegue ese momento -que acabará por llegar- me molestaría mucho que alguien se rasgara las vestiduras preguntándose cómo hemos llegado hasta aquí.

Está perfectamente claro cómo hemos llegado hasta aquí. Los únicos que no lo ven son los que no tienen interés en verlo. Son muchos y ninguno de ellos, por cierto, está en Cataluña: andan por Madrid, invistiendo presidentes, negociando presupuestos y cualquier otro menester que no exija afrontar los verdaderos problemas del país, porque hacerlo, como es natural, también da problemas y por eso resulta tan tentador ponerse de lado, dejarlos pasar y silbar a ver si al final escampa.

Hace un par de párrafos les he dicho que aún no se atreven a adelantar que tipo de "medidas" están dispuestos a adoptar con los que no comulgamos con ruedas de molino. No es cierto. Ya han empezado a hacerlo. Por lo pronto, negarnos la condición de catalanes y empezar a llamarnos por nuestro auténtico nombre:  "fuerzas de ocupación". Miren, miren que bonito futuro nos espera:


Por lo demás, oponerse al nacionalismo en Cataluña resulta duro: el día a día resulta áspero y a nadie le agrada llevar la contraria a unos señores que sólo por el hecho de discrepar de sus ideas están dispuestos a llamarte fascista (como mínimo). Por eso uno a uno buena parte de los dirigentes de Ciudadanos se están yendo de aquí. En Madrid les aguarda un futuro político mejor y menos incómodo. Lo que convendría preguntarse es si es huida -entendible desde el punto de vista personal- no involucra, también, una renuncia tácita a seguir defendiendo sus ideas en el lugar en el que son más necesarias: en Cataluña. Intuyo la respuesta y, si quieren que les diga la verdad, no me resulta tranquilizadora.

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