Nunca el tiempo es perdido



Conozco un montón de gente que anda siempre ocupada, de esa que nunca tiene tiempo y, mucho menos, tiempo que perder. Su vida es como un mapa repleto de accidentes geográficos: sueños, logros, afanes, conquistas, ambiciones, planes, propósitos y mil y una tribulaciones. 

Cómo consiguen fijar la ruta de esas embarcaciones sin acabar por embarrancarlas en algún bajío me parece menos un prodigio que un enigma insoluble, porque yo soy capaz de cambiar de idea tres veces antes de llegar a ponerme los calcetines y a la relación exhaustiva de cosas acerca de las cuales albergo una certeza insoluble, redactada en letra verdana y un cuerpo apto para enfermos de presbicia, le sobra sitio al fondo de una caja de cerillas. 

Lo más curioso del caso -o no tan curioso- es que cuando uno se propone compartir un café con esa gente tan interesante, con una vida tan repleta de lances y sucedidos, no resulta infrecuente descubrir que no tienen ninguna idea propia que exponer sobre nada que exceda del reducido círculo trazado alrededor de sí mismos y de sus innumerables cuitas personales, como si, sobrepasados por el tonelaje de su propia existencia, no hubiera sitio para almacenar a bordo ninguna otra mercancía ajena a su experiencia más inmediata y tangible. 

Algunos, incluso, saber parecen saben muchas cosas, pero comprender, lo que se dice comprender, no comprenden ninguna porque, para empezar, ignoran que, como dijo Herman Melville, los lugares verdaderos nunca aparecen en los mapas y porque, además, confunden lo que llama la atención con lo importante. Carmen Laforet lo explicó a la perfección: "Algunas cosas pueden parecer nada y lo son todo. Hay que saber ver, aprender a apreciar lo menudo y a despreciar lo que hace bulto. Nada que parece grande ni que reluce en exceso tiene gran validez. Lo bueno es aquello que sin grandes destellos lo llena todo".

Si algo es importante, importante de verdad, no va desaparecer de un día para otro. Y si lo hace es que no lo era. En un comentario a Las coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique, Borges, reflexionando sobre la noción de eternidad, dice una de esas cosas asombrosas que, a fuer de evidentes, corren el riesgo de pasar inadvertidas: "Lo que de veras fue no se pierde, la intensidad es una forma de eternidad".

Lo que nos falta, acaso, es la conciencia de que somos libres en el sentido más profundo y menos obvio del término: podemos elegir nuestros pensamientos. No es fácil, pero con el entrenamiento adecuado se puede hacer y, además, el precio que pagamos por no hacerlo es demasiado alto, porque como dice Laura Esquivel: "Cada vez soy más consciente de que uno se convierte en lo que mira, en lo que recuerda, en lo que anhela, en lo que transmite. El futuro comienza hoy y depende de lo que elijo ver, de lo que me permito decir, de lo que quiero recordar y de lo que decido amar".

El mayor enemigo de la libertad es el miedo. A menudo tenemos miedo porque estamos tan habituados a manejar nuestras antiguas desgracias que acabamos por acostumbrarnos a ellas y allí, en su cálida compañía, nos negamos a abrir la puerta a la esperanza. Sobre la esperanza, precisamente, hay otra cita (hoy va de citas) de Vacav Havel que me gusta mucho: "La esperanza no es lo mismo que el optimismo. No es la convicción de que algo saldrá bien, sino la certeza de que algo tiene sentido, independientemente de cómo resulte"

Y es que, al final, como dice la canción, nunca el tiempo es perdido:




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