Otoño
Este año el otoño se está haciendo de rogar y, a falta de lluvia, la ciudad se va cubriendo de una fina capa rojiza de polvo en suspensión. Los estudiantes se apuran con sus mochilas camino del instituto, las hojas de los árboles añoran el latido de la tormenta, los canalones del tejado se van llenando de maleza y los perros boquean con aire lastimero mirando al vacío, como si presintieran que el aire caliente del mediodía arrastra una ausencia.
Para compensar hay luna llena y, a falta de nubes, la noche, ajena a todo e inmensa, se despliega detrás de los cristales cargada de destellos y promesas. Además, pronto llegará el día de los muertos en el que siempre me imagino a un niño que va de acá para allá con un cesto cargado con una calavera y un puñado de castañas. Y poco después se encenderán las luces que anuncian la llegada del Adviento y de la Navidad. Y acabará por acudir a su cita también, implacable, el frío que una mañana aplastará nuestra voz contra la tierra húmeda. Y todo empezará de nuevo.
Para mi lo peor del otoño es, con diferencia, tener que trabajar, porque se me ocurren ochocientas mil cosas mejores que hacer: salir al campo a recoger setas y castañas, quedarme embobado mirando el mar, tumbarme a la bartola debajo de una bandada de árboles de hoja caduca, contemplar la puesta de sol, tirar piedras al agua desde lo alto de un puente, pasear por cualquier parque, desafinar cantando canciones de los Sons of East, recorrer el mercado semanal de cualquier población atravesada por carreteras secundarias, atisbar desde mi cama los primeros rayos del sol que atraviesan la persiana, agotar las existencias de larpeira y queso de oveja, oler tu pelo que huele como debería oler la vida entera y, en fin, mil y una cosas que (ay) no se pueden hacer rodeado de papeles en horario de 8 a 3 bajo la mortecina luz de este despacho en el que redimo esa insidiosa condena bíblica que me obliga a ganarme el pan (y el queso y la larpeira) con el sudor de mi frente.
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