Aprender a despensar
Diario de Invierno, Paul Auster.
Hay gente que se pasa la vida aprendiendo a sentir menos. Lo hacen con naturalidad, sin darse cuenta, como el que se recoge el flequillo o el que hace asientos contables en una libreta de anillas. Si se les interroga al respecto responden que a eso se le llama madurar. Se les puede reconocer porque son gente que mira a los demás como se mira a través de un cristal o del aire o de nada.
Actúan así porque lo han pasado mal e intuyen que de esa forma se protegen y hasta puede que sea cierto, pero ignoran que uno no se puede resguardar de la tristeza sin hacerlo también de la felicidad y de la esperanza. Si no hubiera luces que a veces tintinean y se apagan, nadie apreciaría el brillo de las que se encienden. Todos, a veces, estamos tentados de revestirnos con una férrea coraza de hierro. Pero el hierro es frío y duro. Y pesa.
Creo que el problema es que tendemos a sobrepensar. Si yo dijera ahora que el noventa por ciento de nuestra actividad mental, de la espesa argamasa formada por nuestros pensamientos conscientes e inconscientes no sólo es inútil, sino que resulta hasta perjudicial para nuestra felicidad, estoy convencido de que la mayor parte de mis lectores creería que he perdido el juicio. Pero creo honestamente que es así.
Durante cientos de miles de años nuestros ancestros aprendieron la importancia de la intuición y del primer impulso. Dos homínidos poco versados en el arte de la depilación deambulan por la selva. De pronto, escuchan un extraño sonido que procede de la espesura. Uno de ellos corre y, trepando, se refugia de inmediato en las ramas de un árbol. El otro trata de adivinar de dónde procede el ruido y cuál es su causa exacta. Adivinen cual de los dos acaba convertido en una merienda-cena alta en proteínas.
En el colegio y en la educación en general se ponderan las virtudes de la reflexión y de la lógica. Y está bien que sea así: sin ellas seguiríamos habitando en cuevas, vestidos con pieles de conejo y muriendo al filo de la adolescencia. Pero casi todas las virtudes humanas importantes -la sensibilidad, el coraje, la ternura, la bondad y, por supuesto, la capacidad de amar- son pre-racionales. Si, pre-racionales, tal y como lo oyen.
Una persona que contempla a otra que se ahoga y se lanza a rescatarla no lo hace porque realice un exhaustivo análisis coste-beneficio. Lo hace porque se lo piden sus tripas. Con el afecto ocurre lo mismo: si tu padre no te da el mejor trozo de carne ni es un padre de verdad ni es nada. Y ya no digamos con el amor: si tu novio acepta con total naturalidad pasar un mes en cuarentena lejos de ti a lo mejor te conviene sopesar si tanta racionalidad sanitaria no es, en realidad, una mala señal afectiva.
Amos Oz lo explica mucho mejor que yo: "Aquellos que no se entusiasman por nada se enfrían y comienzan a morirse. Hay que empezar a desear de verdad. Coger la vida con las dos manos para que no se escape, si es que comprendéis lo que quiero decir. Si no, todo está perdido".
Esa es una gran verdad y lo es también ahora, en medio de esta tormenta, que algún día también se acabará, como acabaron todas las demás que la precedieron y como lo harán todas las que están por venir.
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