Hala Madrid


El mayor reto de las situaciones difíciles (intuyo que esta vez no hace falta que me desgaste tratando de explicarles a qué me refiero) no es sobrevivir. Sobrevivir, a menudo, no tiene particular mérito. Si ha llegado la hora de que el maremoto, el meteorito, la bala perdida o el archifamoso coronavirus pongan a cero la cuenta de tu reloj me temo que no hay mucho que puedas hacer al respecto. Se acabó y punto. Fin de la historia.

Lo bueno de las catástrofes convencionales es que, por mala que se ponga la cosa, sobrevivir es mucho más probable que no hacerlo, aunque uno sea un venerable anciano fumador con asma e insuficiencia cardíaca. Hasta jugando con cartas tan malas los números, los fríos números, están de tu parte. Pero el miedo no atiende a razones y se mea en la estadística. Por eso tener miedo es la cosa más normal del mundo: a todos nos ocurre y nos ocurre más que nunca cuando nos enfrentamos a lo desconocido, a cosas cuyos límites viscosos son imposibles de precisar o, en la peor de nuestras pesadillas, a cosas que parecen no tenerlos y amenazan con llevárselo todo por delante. 

Con todo, el miedo, tampoco es el mayor problema. Lo más difícil de cualquier situación crítica es atravesarla y salir a flote, por el otro lado -como cuando mi hermano y yo jugábamos a sumergirnos en las inmensas olas de la playa de Xivares- sin acumular odio ni rencor. Superar la pérdida (sea cual fuere), zurcir los rotos, restañar las heridas, quitarse el polvo de las solapas del chaquetón y volver a empezar. Conservar, pese a todo, la llama de la sonrisa y aceptar, que más tarde o más temprano, como en la canción de Sabina, la primavera te estará esperando en Madrid. 

Ahora que allí, en Madrid, lo están pasando particularmente mal me gustaría abrazar uno por uno a todos los madrileños. A los asturianos abrazar nos viene en el equipamiento de serie, así que en esta coyuntura, confinados y con el contacto físico proscrito, nos encontramos medio encogidos, como si de repente hubiéramos sido amputados de la facultad de compartir nuestro cariño y por eso me gustaría concentrar toda esa energía acumulada y enviársela desde aquí a esa ciudad en la que, como le sucede a cualquier chico de pueblo que se asoma por primera vez a la Gran Vía, alguna vez me he sentido muy pequeño, pero que nunca, ni una sola vez, me ha consentido sentirme extraño y a la que amo y amaré siempre con todos los pedazos de mi corazón. 

Hala, Madrid. Tú puedes. Tú siempre podrás. 


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