Sobre el coronavirus, el gobierno y otras desgracias



Por la mañana, como siempre, he ido al Ministerio a trabajar. Sin embargo ya sabía que este era -al menos por un tiempo, si la neumonía no dicta otra cosa- el último día de trabajo. A medida que los compañeros se iban a casa y el edificio se iba quedando vacío me iba invadiendo poco a poco una sensación de irrealidad. Recorriendo las estancias vacías me sentía como el protagonista de Soy Leyenda, la película protagonizada por Will Smith.

Por fortuna, el famoso coronavirus no es el virus mutante de Soy Leyenda. Pero la pandemia está provocando en nuestras vidas un cambio que, mucho me temo, aún estamos muy lejos de metabolizar y cuyas consecuencias y alcance sólo ahora comenzamos a intuir. Pronto, muy pronto, en pocas semanas, en España enfermarán decenas de miles de personas y morirán miles de ellas. No es ningún pronóstico aventurado: es ni más ni menos lo que ahora mismo esta ocurriendo en Italia.

De niño yo era asmático. Cada año el invierno me reservaba una bronquitis que duraba dos semanas y, para completar el menú, unas cuantas noches de ataques de asma. En primavera la bronquitis dejaba paso a la alergia al polen, que me acompañaba hasta la llegada del verano. Así que pueden imaginar que contraer esta enfermedad, que ataca a los pulmones, no me hace nada de ilusión.

Sin embargo, mentiría si dijera que tengo miedo. Nunca he tenido miedo a la muerte. Es algo que sé que ocurrirá algún día y ya está. Lo que de verdad me molesta del coronavirus es que nuestros políticos, casi siempre tan mediocres, han encontrado en la pandemia una oportunidad fenomenal para exhibir su radiante mediocridad en todo su esplendor: reaccionando siempre tarde, ocultando la realidad, minimizándola cuando ya no se podía ocultar y, en fin, conduciéndonos a la situación actual, en la que, a lo largo de las próximas semanas, la situación empeorará de forma exponencial.

Se dice que eso ocurre porque carecemos de las ventajas de la estructura jerárquica propia de las dictaduras como China. Pero nadie en su sano juicio diría que Corea del Sur o Alemania son dictaduras y el curso de la enfermedad en esos países es mucho más benévolo que el nuestro. Lo que de verdad nos diferencia es que aquí contamos con un gobierno de inútiles que, con un poco de suerte y tirando de la manguera déficit público, podrían haber vadeado con desigual fortuna una situación política convencional, pero que, en un contexto de crisis como este, que requiere decisiones audaces y valientes, se han revelado incapaces de hacer nada útil, salvo que por útil se entienda convocar una manifestación en plena fase expansiva de la enfermedad para asegurar una democrática y no discriminatoria transmisión de la carga vírica.

Por si eso fuera poco, estos días asisto asombrado a la revelación de que, como en las mejores dictaduras comunistas, los miembros del polit-bureau español y sus socios catalanes son los únicos que disponen de test del coronavirus a demanda y de unos resultados inusualmente rápidos. El resto de los nosotros, pobres mortales, somos iguales que ellos en teoría, pero mucho me temo que algo menos iguales y por eso en Madrid o Barcelona ya no se nos practican pruebas. Si enfermamos se nos conmina a quedarnos en casa y autoaislarnos, que es la versión moderna del clásico joderse y aguantarse. Se ve que, como en la película de Berlanga, nosotros somos contingentes y ellos, en cambio, necesarios. 

Acepto que lo que ha ocurrido con el coronavirus nos ha pillado a todos a contrapié. Hace apenas una semana yo mismo estaba en el cine y cada día, a media mañana, desayunaba en una cafetería con otras cincuenta personas como si tal cosa. Pero yo soy un modesto funcionario de provincias que goza de muy limitadas habilidades cognitivas y sería de esperar que los altos gerifaltes del gobierno dispusieran de mejor información y mayor capacidad de juicio. Y, sin embargo, se han revelado como lo que son: mediocres cuya única habilidad es la capacidad para llenarse los bolsillos repitiendo como loros bien entrenados unos cuantos dogmas pseudoprogresistas sólo aptos para consumo de la plebe más descerebrada.

Si esta verbena la llega a organizar Rajoy las protestas de las huestes de Pablo Iglesias y Pedro Sánchez se iban a escuchar hasta en la cara oculta de la luna. Pero como ahora todos estos manolillos tienen un carguillo callan, no vaya a ser que, por unas palabras a destiempo, se les escurran los garbanzos de la boca y así, a base de callar, otorgan con todas las desgracias que nos ocurren que, por mucho que traten de disimular, en realidad les importan mucho menos que su propio destino personal. 



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