Cosas que ocurren de madrugada



Ayer me fui a la cama convencido de que Donald Trump había vuelto a ganar las elecciones americanas. Han pasado casi veinticuatro horas y aún no está claro si es cierto o no. Lo propio en estos casos es indignarse tratando de imaginar como es posible que ocurra algo así, es decir, que alguien en relativo uso de sus facultades mentales apoye a un mentecato como Trump, ese ególatra niño malcriado de color naranja que lo emponzoña todo con sus gruñidos. Pero como dijo una vez el gran Baruch Spinoza "No llores. No te eches en los brazos de la indignación. Comprende". 

Tratando de comprender supongo que todo tiene que ver con el hecho de que tenemos una fuerte tendencia a creer cosas absurdas y, una vez creídas, a sostenerlas con una tenacidad impermeable a cualquier argumento. Alguien dijo que es mucho más fácil engañar a alguien que convencerle de que ha sido engañado. Es así. Además, para cada uno de nosotros lo aberrante nunca son las ideas propias sino las del prójimo y como el algoritmo de las redes sociales nos recompensa con interacciones constantes con gente que piensa como nosotros, acabamos por tener la sensación de que nuestras ideas, por muy estúpidas que sean, constituyen una especie de verdad revelada capaz de iluminar la oscuridad. De nuevo Spinoza tiene la clave: cada cosa se esfuerza por perseverar en su ser, y las ideas -añado yo- lo hacen más que ninguna otra: son viscosas, adhesivas, obstinadas y recalcitrantes. 

En fin, que en medio de la campaña y del recuento he acabado de ver dos series de HBO: The outsider y The night of. La primera me ha gustado mucho, la segunda me ha gustado aún más. En estos casos, al desaparecer con el último episodio ese pequeño universo que se ha ido desplegando capítulo a capítulo delante de mi, siento que me quedo como vacío. Aún recuerdo el desconcertante efecto que me produjo el final de la última temporada de The wire. O la pena que siento cada vez que el hidalgo Alonso Quijano se despide de su amigo Sancho. 

Esta noche echaré de menos a Riz Ahmed y a John Turturro y sus problemas dermatológicos. Y soñaré con un mundo en el que la verdad incómoda que buscaba Spinoza se abre camino y en el que (ay) el único Donald conocido es el pato de los dibujos animados.

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