Vamos por partes
Si tuviera un hijo, cosa que con toda probabilidad ya no va a ocurrir, le diría que intentara no odiar y no tener miedo. Con ese equipaje hay de sobra. Y, puestos a pedir, que tratara de ser amable. La amabilidad es una de las virtudes más importantes y más infravaloradas, porque en esta recelosa sociedad de modales afilados y guardia bien alta en la que sobrevivimos resulta fácil confundir amabilidad con debilidad o fragilidad.
Es fácil ser amable cuando el viento sopla de cara. Pero no es tan fácil serlo cuando las cosas se ponen difíciles. Una vez, cuando tenía doce o trece años, un profesor de mi colegio casi estrangula a un compañero a base de arrastrarlo por el suelo tirando del cuello de su jersey. Yo, que era testigo de como su rostro iba pasando del rojo al morado, se lo dije con toda la amabilidad que fui capaz de reunir: profesor, se está ahogando. El lector atento observará que elegí el impersonal "se está ahogando" en lugar del mucho más preciso "le está ahogando" para tratar de quitar hierro al asunto, pero lo cierto es que no sirvió de nada y me contestó que qué cojones me importaba eso a mí y que si por un casual yo era el padre de mi compañero.
El ahogamiento no me gustó y se ve que la respuesta tampoco me acabó de convencer, así que le repliqué que no, que yo no era su padre, porque conocía perfectamente al padre de mi compañero y además también conocía perfectamente al mío. Y a continuación, con una desconcertante mezcla de candor y tranquilidad, le pregunte si él también conocía al suyo. La cosa podría haber acabado fatal, pero la respuesta le hizo dudar una fracción de segundo y cuando decidió que en realidad si que había una buena razón para cabrearse conmigo ya se le había hecho tarde y supongo que además ya tenía cubierta su cuota diaria de estrangulamiento.
Esa pregunta la hice yo, pero en realidad la hizo mi madre a través de mi aparato fonador. Resulta complicado de explicar. Mi padre me enseñó que nadie era más que nadie. Y era verdad. Y mi madre me enseño que yo no era menos que nadie. Y también resultó ser verdad. Lo uno no excluye lo otro y por eso si alguien intenta tocarme los cojones esa fracción hereditaria que mi madre me ha otorgado en depósito toma el mando de las operaciones. En su descargo (o no) he de decir que resulta bastante ocurrente, en la parte que ocurrente linda con el olor a almendras amargas de una nube de ácido cianhídrico.
En fin, que todos tenemos nuestra parte buena y nuestra parte chunga bien entreverada como las vetas de grasa del jamón ibérico. Sabido es, además, que contentar a todo el mundo (o a tu madre, sin ir más lejos) es una quimera agotadora, así que es mejor no intentarlo siquiera.
Como dice el epitafio de Jardiel Poncela, si buscáis los máximos elogios, moríos. Y ahora, con las redes sociales, ya ni por esas.
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