Día de difuntos


No asocio el día de difuntos con nada. Ni con mi padre, ni con mi tío, ni con mis abuelos, con nada de nada. En mi cabeza es un día como cualquier otro. Creo que tiene que ver con el hecho de que los cementerios tampoco me impresionan de ninguna forma en particular. Lo que somos, poco o mucho, desaparece el día que morimos y el destino del soporte físico me parece irrelevante. Podrían incinerar mi cuerpo, arrojarlo en alta mar para que sirva de alimento a los peces abisales o depositarlo en una colina de mi pueblo desde la que se vea el sol rojizo saturado de polvo de hierro al amanecer. En ninguno de los tres casos estaré allí para verlo, que es lo que cuenta. 

Somos una porción de vida que se desvanece como el humo de un incendio y que muy pronto no será más que un recuerdo, apenas el eco de unos pasos errantes sometidos a los azarosos vaivenes del destino. En medio, muy poco tiempo y al final, justo cuando se nos lleva el viento, la sensación de que todo ocurre en un abrir y cerrar de ojos y de que la muerte nos sorprende siempre antes de que podamos sacarle un poco de brillo a los zapatos y sin llegar a aprender las reglas más elementales de todo este teatrillo. 

No temo a la muerte. Desde niño, en cualquier habitación en penumbra, veo sus ojos al fondo del pasillo y si me asomo a la ventana de madrugada puedo distinguir su aliento entre los ladridos de los perros. Ha estado ahí desde siempre y me observa en calma, casi con curiosidad. Su presencia no me produce ningún temor. No hay nada más estúpido que esa imagen de la muerte yendo a buscar a sus presas guadaña en mano. La muerte no es un cazador y desde luego tampoco te persigue con aperos de labranza. No tiene ninguna razón para hacerlo: sabe de sobra que eres tú el que no deja de caminar hacia ella desde el día en que vienes al mundo.

Sólo aguarda y sonríe con los ojos amarillos, como esos carteles que anuncian la llegada de la última estación. 

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