2 miedos



Todas las personas que conozco padecen de, al menos, uno de esos dos miedos de los que habla Séneca. Las que han sufrido temen volver a hacerlo y no es raro que eso, el recuerdo del mal pasado, les acabe privando de un futuro que podría haber sido muy distinto. 

El segundo grupo es el de los que, sin tener un pasado que lamentar más allá de lo convencional, se acojonan ante la idea de que el futuro les acabe deparando malas noticias y, cegados por ese temor, como un gato en medio de una autopista, se quedan paralizados ante la perspectiva de que cualquier paso mal dado acabe precipitando la catástrofe.

Miedo. Gran parte de lo que ocurre a nuestro alrededor y dentro de cada uno de nosotros se explica por el miedo. Y sin embargo nadie puede darme un palmo de miedo, ni cuarto y mitad de pánico ni dos onzas de temor. El miedo, en todas sus variantes, es irreal: se trata, sólo de un constructo mental, de un material imaginario forjado con la argamasa de nuestras experiencias y nuestro carácter, con fragmentos de todo lo que hemos vivido y de todo lo que soñamos con vivir.

Y sin embargo, si nos descuidamos, ese fluido irreal acaba por gobernar nuestra conducta. Y lo hace de una forma insidiosa: infiltrándose en nuestras decisiones, haciendo que aceptemos como normales cosas que en realidad no lo son y susurrándonos al oído todo lo que menos queremos escuchar: que no seremos capaces, que vamos a fracasar, que es mejor no arriesgarse. Miedo.

Y es que el miedo, queridos amigos, es muy hijo de puta. La única forma de mantenerlo a raya -y no es fácil hacerlo- consiste en no confundirlo nunca con la prudencia ni con la sensatez y en no ceder nunca ni un centímetro porque cada centímetro que nos arrebata nunca será el último. 

El miedo nunca se conforma, nunca tiene bastante y si te refugias en el sótano para huir de él una noche, más pronto que tarde, descubrirás que está bajando por las escaleras y que, como siempre, viene hacia ti. Y al final te encuentra siempre porque hace trampa: como vive dentro de ti por mucho que te esfuerces no hay lugar en el que puedas esconderte de él.

Al miedo hay que ir a buscarlo a su terreno y encararlo allí mismo, en el lugar en el que se siente seguro, allí donde más nos desafía, allí donde nosotros nos sentimos más incómodos. Mirarle a los ojos y susurrarle al oído: no existes, yo te he creado y puedo destruirte.

No es fácil. Pero no hay otra. 


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