The comeback of Petisme
Hace poco escribí una entrada metiéndome con un tal Petisme. Se trata de uno de esos, por fortuna, infrecuentes casos de repulsión instantánea que a veces me acometen: no le conozco de nada y no le reconocería aunque viniera a hacerme una endoscopia dentro de una cabina telefónica, pero uno de sus libros me pareció terriblemente pretencioso y lo que fui descubriendo del individuo en Internet no hizo sino subrayar mi impresión inicial de que debía haber una desventurada afinidad entre el poeta y su obra.
Recibí un buen número mensajes que aplaudían o deploraban (a veces con algo de virulencia, se ve que no soy el único que experimenta eso de las repulsiones) mis gustos literarios, lo cual, al fin y al cabo, entra dentro de la normalidad más absoluta. Me sorprendió, no obstante, que mis críticos invocaran como argumento de autoridad que un libro de poemas no puede ser malo si ha recibido un premio.
Elevando a categoría esta línea argumental yo debo ser un tío inteligentísimo y de puta madre porque soy A1. Y Zapatero todo un genio de la política porque ha sido elegido presidente por millones de ciudadanos. Y George W. Bush o Aznar ni te cuento. Si el éxito -los votos, las ventas, los títulos ganados, las oposiciones aprobadas- son el parámetro que sirve de medida de la realidad estupendo. Pero, a mi juicio, por ese camino, vamos directos al despeñadero.
Hay libros premiados brillantes y libros premiados absolutamente irrelevantes. Abogados del estado que son auténticos cracks y otros que son verdaderos deficientes mentales. En cuanto a los presidentes del gobierno... no creo que haya mucho que añadir. Cualquiera que asome la cabeza al mundo exterior pronto se apercibe, no sin algo de melancolía, de que si todos los idiotas que tienen éxito pudieran volar nadie volvería a comprarse un protector solar.
Todo eso sucede porque la realidad es tan compleja que no puede acotarse con una vara de medir tan simple como un título, una medalla, un premio o una condecoración. Todos somos multidimensionales y complejos: hacemos un libro bueno y uno malo, somos buenos padres de familia (a veces) y auténticos deficientes mentales (otras), buenos amantes (casi nunca) y pésimos maridos (casi siempre), listos (a tiempo parcial) y estúpidos (con dedicación exclusiva).
Albergamos dentro de nosotros un laberinto inescrutable que se proyecta sobre las cosas que hacemos y que no se puede enjuiciar de forma simple. Por eso cuando digo que un libro me parece una mierda en realidad significa bien poco: sólo que cierto día a cierta hora, con determinado estado de ánimo y bajo la mortecina luz de mi limitada capacidad de juicio tuve esa sensación. Nada más.
Y nada menos. Porque esa perspicua y genuina percepción de asombro, bostezo o asco, tan propia del hecho artístico, puede ser desplazada otro día por un juicio totalmente distinto e igual de irrelevante, pero no podrá ser refutada jamás apelando a premios, fama, reconocimientos, medallas, condecoraciones u otros triviales argumentos de autoridad.
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