De la vida y los tiovivos


Yo tengo una visión racional de la vida. Creo que gran parte de las cosas que nos ocurren suceden por alguna causa y me interesa rastrear cuál es esa en cada caso, desechando las explicaciones triviales, la superchería, los tópicos y los lugares comunes, la religión y otras formas de pseudopensamiento que empobrecen al ser humano porque le apartan del camino de la verdad. Y nunca hay una alternativa a la verdad que no acabe siendo más bien triste.

Naturalmente ello no significa que descrea del azar. El azar cuenta y mucho en cualquier sistema complejo y hay pocas cosas más complejas que nuestra vida. A veces estamos en el lugar adecuado en el momento oportuno y otras tantas parece que la suerte se empeña en darnos la espalda con auténtica inquina. Esas cosas ocurren sin más explicación y el delantero centro de cualquier equipo de fútbol lo sabe: a veces el balón entra dándole de rebote hasta con el culo y otras, en cambio, parece que tiene vida propia y no hay quien acierte a gobernarlo.

Racionalidad... azar... y sentimientos. Ser racional no significa que descrea de la dimensión espiritual del ser humano: la tierra gira alrededor del sol y eso nadie en sus cabales lo pone en duda, pero no es menos cierto que bajo la sugestión del amor (o de otros estupefacientes) todos los planetas parecen girar alrededor del objeto de nuestro amor. Son, sencillamente, cosas diferentes que responden a leyes distintas (aunque hasta el amor sea una respuesta genético-evolutiva descriptible en aburridos términos científicos).

La ciencia y la técnica sirven para construir puentes, automóviles, antihistamínicos, televisiones, catéteres para las operaciones de cirugía cardiaca y otros cuantos millones de cosas que han hecho nuestra vida mejor. El problema -si es que lo hay- es que, bajo esos dos centímetros de racionalidad, no somos más que los viejos seres emocionales de siempre y, aunque nuestras condiciones (y por tanto nuestras expectativas) de vida han mejorado de forma asombrosa en los últimos dos siglos, continuamos siendo, pese a todo, bastante infelices.

Sostengo que esa propensión a la infelicidad no es congénita sino aprendida: insuflamos tanto miedo en nuestros hijos y les hacemos crecer tan faltos de una auténtica educación sentimental que acaban siendo pequeñas máquinas que disfrutan de todo y no gozan de nada. Sonrosados artefactos tristes que ansían poseer más y más cosas, van al colegio, celebran fiestas de cumpleaños en el Indiana Bill y siempre a velocidad de vértigo, van de las clases de inglés a las de patinaje y de ahí a saber qué otra cosa que se le haya ocurrido a su progenitor más inquieto (y a menudo más inquietante).

Hay una pequeño tiovivo infantil situada al final de la avenida Blondel. La familia que lo regenta se pasa horas y horas poniendo música a todo trapo, hasta el punto de que los domingos por la tarde ese carrusel, con sus luces estroboscópicas y su infernal música de cumbia y bachata es lo único que parece gozar de vida en la casi siempre aburrida ciudad de Lleida.

Subida en un pato amarillo gigante una niña chiquitina, quizás de etnia gitana, gira y gira una y otra vez en el tiovivo. Es la hija del empleado o acaso del dueño. Supongo que la utilizan como reclamo para que los niños del parque infantil de al lado animen a sus padres a gastarse unos cuantos euros en estos tiempos difíciles en los que nadie habla de otra cosa que no sea la crisis.

El otro día estuve un buen rato fijándome en algo curioso. Los niños del parque, en general de buena familia y vestidos de domingo, tienen, salvo honrosas excepciones, una expresión adusta, como si hubieran perdido algo o algo no acabara de encajar en su pequeño mapa mental del universo. En cambio la pequeñina gira y gira en la noria siempre sonriente, como si el mundo fuera una sucesión de luces amarillas y carritos con forma de pato que dan vueltas sin parar mientras el viento le golpea suavemente en la cara.

No debe ser fácil ser feliz en una familia que regenta una noria ambulante. Pero, por alguna extraña razón, parece todavía más difícil serlo en una pareja de médicos, funcionarios, profesores o empleados de banca.

Hay algo que no estamos haciendo bien y no sé exactamente qué es.

En la indigencia
del garfio y la pata de palo
Y si la vida es un sueño
como dijo algún navegante atribulado
Prefiero el trapecio
para verlas venir en movimiento.
(Manolo García)

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