Jiménez Losantos



Uno de los fenómenos más curiosos de la naturaleza es que es perfectamente posible que exista una total divergencia entre lo que uno es en realidad y lo que uno mismo cree ser.

Yo tenía un perrillo de unos treinta centímetros y cuarto y mitad de quilo de peso, por lo común la mar de apacible, que, en cuanto se adentraba en un parque público se transmutaba en una mala bestia capaz de desafiar a perros que, de habérselo propuesto o casi sin proponérselo, hubieran sido capaces de tragárselo enterito sin masticar.

Pero él, que debía ser un inconsciente o un optimista leibniziano, no lo sé muy bien, en cuanto yo me descuidaba en la contemplación de alguna chica más guapa de lo normal, emprendía una desaforada persecución de cualquier chucho que hubiera por los alrededores, ladrándo con descaro a los cuatro vientos y, si yo no aparecía a tiempo de impedirlo, intentando morderle el rabo con grave riesgo de su propia integridad física.

Al final del espectáculo, cuando, a base de tirones y más tirones, riñas y amonestaciones verbales conseguía sacarlo del parque, el me miraba todo ufano, casi sonriente, con el aire orgulloso del que acaba de contemplar la muerte cara a cara y regresa indemne y meneando el rabo para contarlo.

Mi perrillo, que por cierto era bastante feo, me recuerda mucho a Federico Jiménez Losantos. No en lo que se refiere al aspecto físico -mi perro, siendo muy feo, era bastante más guapo que Federico- sino en la capacidad que ambos comparten para poner, cuando les parece oportuno, la realidad al servicio de sus ensoñaciones personales.

Federico se percibe a si mismo como un liberal, como un azote de políticos corruptos, como un genio impar dotado de verdadero talento, como un poeta capaz de componer haikus y epigramas satíricos. Un fino analista que se eleva por encima de las mediocridades del discurso político al uso, un líder, un referente, un creador de opinión, un sagaz observador de la realidad.

Alguien debería explicarle que, en realidad, encarna una figura más vieja que el orgasmo fingido: la del agitador que remueve las bajas pasiones del populacho con soflamas demagógicas. Para ilustrar hasta que punto es así tomaremos un ejemplo de hoy mismo, que resume su opinión sobre la sentencia absolutoria de Baltasar Garzón en el asunto de la memoria histórica:

"Como en el caso de la extorsión a bancos y empresas que debían pasar por su banquillo, Garzón se ha beneficiado de la voluntad corporativista de sus colegas y ha sido absuelto de unas de las fechorías más grotescas de su ya finiquitada carrera (...) No ha estado mal la retribución del colegueo: dos absoluciones en dos casos en los que era tan culpable como el ajo del mal aliento y el alcohol de garrafón de la resaca matinal".

¿Cuál fue, en cambio, su reacción cuando el mismo Supremo condenó a Garzón por prevaricación en el caso de las escuchas de Gurtel?

"Por fin hombre! ¿7 justos? Es que los ha obligado. Lo fundamental del caso Garzón. En los países que tenemos la tradición del derecho romano, la ley está por encima de todos, de todos los poderosos y de todos los jueces (...) a Garzón le daba igual una ley que otra.

A ver si nos aclaramos: cuando le condenan lo hacen porque no tienen más remedio que hacerlo -la ley les obligaba a hacerlo- y, cuando le absuelven, lo hacen porque lo impone el corporativismo y el colegueo jurisdiccional.

Federico, amigo, el azar o un ingrato destino me han colocado justo en este lugar que ocupo ahora mismo para recordarte que no eres y no serás nunca, por mucho que te esfuerces, nada más que el último representante de la carcundia carpetovetónica de toda la vida, con su faltonismo de opereta, sus pequeños tics fascistoides y megalomaniacos, su visión cerril y sesgada de la realidad y una peculiar ética periodística que disuelve cualquier atisbo de realidad en un marasmo de interpretaciones alucinógenas, juicios de valor de vuelo rasante y, de tarde en tarde, torrentes de insultos que propenden a la injuria (con mención especial para los bellos epítetos dedicados en su día a su feroz enemigo Ruíz Gallardón, que le costaron una condena judicial).

Por suerte o por desgracia Federico no llegará a ser consciente de nada de esto: cuando se mira el espejo éste sólo le devuelve la imagen de un adalid de la patria, un ilustrado regeneracionista, un prohombre, un primus inter-pares consagrado al azote de la bazofia progresista que amenaza la sagrada unidad nacional, siempre en grave riesgo de ser mancillada por terroristas, izquierdistas y perroflautistas.

Con todo, siendo plausible la hipótesis de la inconsciencia y de la falta de perspectiva que acabo de apuntar, ¿Qué ocurriría si en el fondo no es así? ¿Y si el espejo, pese a tantos artículos y tantas horas de radio, tantos libros y tantos aplausos, no acaba de doblegarse y, de tarde en tarde, en vigilia o al borde del sueño, le ofrece una imagen de sí mismo que le resulta insoportable?

¿Será precisamente esa y no otra la fuente de la que mana tanto odio y tanta víscera?

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