La vergüenza, ese lastre...




Resulta bastante obvio que, desde un punto de vista lógico, cualquier hecho presupone una causa anterior y, ésta, a su vez, presupone otra, y así hasta el infinito y más allá, como diría Buzz Lightyear.

Ello quiere decir, como insinuó el maestro Borges, que no hay cosa en el mundo, por minúscula e insignificante que sea, que no comprometa y postule todas las demás: todo deriva, en última instancia y sin forzar mucho el argumento, de todo.

En lo cotidiano, sin embargo, negamos esta hipótesis causal y admitimos la realidad del libre albedrío. Por eso el muchacho que llega tarde y algo borracho a una cita con su novia no acostumbra a disculparse (como en buena lógica podría hacerlo) alegando la invasión germánica de Inglaterra en el siglo V o la aniquilación de las tropas cartaginesas a manos de las huestes de Ciro I el persa. Y cuando Mariano encuentra a Rita en la cama con su amigo Manolo tampoco es habitual que aquella justifique sus extravíos sexuales invocando la tercera ley de la termodinámica o las conocidas divergencias de opinión entre los dioses del Olimpo.

Sin embargo y por razones que desconozco, ese extravagante método regresivo, desdeñado en el día a día por el común de los mortales, tiene una excelente acogida entre los responsables de economía del PP, que cautelosamente, hablan de herencias recibidas, de males necesarios, de restricciones presupuestarias, de imposiciones de la unión europea y de la insomne supervisión los mercados financieros internacionales para justificar, ay!, otra nueva vuelta de tuerca.

Todo eso se traduce, sin decirlo pero sin dejar de pensarlo, en una constante voluntad de dar por el culo al funcionario del estado -con buenas palabras y con la mejor de las intenciones, por supuesto-, que es, por cierto, el único de todo el aparato burocrático que no ha sido nombrado a dedo por su condición de pariente o amigo de nadie, su flexibilidad a la hora de hincar la rodilla o sus amplias tragaderas políticas (o fisiológicas).

Pero ya se sabe que el que abomina de la vergüenza no lo hace a tiempo parcial y que una vez que se emprende ese camino el cielo es el único límite. Por eso nadie parece sentirse ni mínimamente turbado al echarnos a nosotros -los funcionarios- la culpa de todo e intentar hacernos purgar por todos los males (los propios y los ajenos, los reales y los imaginarios).

Y si alguien se queja, además de recurrir a la policía nacional para que suministre una somanta de palos a los insumisos, se invoca la herencia recibida o la revolución industrial -lo que sea menester- y ya está, aunque se trate de lugares como Valencia o Murcia, en los que el PP lleva gobernando ininterrumpidamente desde la invasión visigótica de Chindasvinto.

Es lo que tiene dejar atrás la vergüenza: que llega un punto en que, por mucho que se eche la vista atrás, ya ni se la divisa a lo lejos.



Comentarios