Cuatro notas (menos breves de lo que debieran) sobre la reforma laboral



1) La demanda laboral es una demanda derivada. Esto, que es de primero de macroeconomía, se nos olvida bastante: los empresarios no contratan trabajadores porque los coleccionen, les tengan afecto o tengan pensado cocinarlos a la cazadora, sino porque los emplean (nunca mejor dicho) para producir bienes o servicios por los que alguien está dispuesto a pagar. Y ese es justo el problema: la demanda languidece en casi todos los sectores -entre otras cosas, porque los bancos no prestan un euro ni solicitándolo gentil y educadamente con un lanzallamas-.

Digo que se nos olvida porque parece como si, a base de reformas y más reformas fuéramos a convencer a los empresarios de que contraten trabajadores al margen de la coyuntura. Es indudable que una legislación adecuada puede facilitar ese proceso pero nada más: no operará milagros si la economía no se reactiva y el crédito no vuelve a fluir. Por muy fácil que sean el despido y la contratación, si un concesionario de automóviles no vende coches no contratará comerciales sean cuales sean las normas laborales vigentes.


2) Cuando algo no funciona -y dada nuestra tasa de paro es evidente que nuestro mercado de trabajo no lo hace- es preciso averiguar cuáles son los factores diferenciales de nuestro esquema económico general que hacen que eso sea así. El gobierno y la patronal apuntan -no sin razón- a la rigidez del mercado laboral español. Esto, que puede ser cierto en términos generales, no empece otro hecho: nuestra especialización en actividades productivas poco intensivas en conocimiento hace que, ante la crisis, la herramienta básica de ajuste sea el despido.

Si una empresa constructora, una de limpieza, un taller o un supermercado ven como su volumen de negocio se reduce... despiden. Y nuestro país es eso: un país de construcción, servicios a consumidor final de bajo valor añadido y turismo. Lo que la reforma intenta -creo entender- es repartir la carga de la crisis: haciendo que el empresario pueda despedir con más facilidad -y así pierda el miedo a contratar- y, por otro lado, permitiendo distribuir esa crisis entre los trabajadores -con medidas como los recortes salariales-.

No obstante, sin promover un cambio en el modelo económico -y ese es un proceso lento por definición- si la crisis regresa también lo hará una tasa de desempleo que, mucho me temo, multiplicará otra vez la media de la Unión Europea. Quizás entonces entendamos que nuestro único problema no era el mercado laboral. O anunciaremos una nueva reforma... o una contra-reforma.


3) Las instituciones públicas vinculadas al empleo/desempleo son una catástrofe sin paliativos. El SEPE (ese ente al que todo el mundo sigue llamando INEM) no es otra cosa que un dispensador de prestaciones económicas a mansalva. Y todas las "políticas activas de empleo" (formación, ofertas de empleo) están en manos de las Comunidades Autónomas, que las ejercen con una desidia digna de estudio, más que nada porque no tienen que hacer frente a la carga financiera que supone cada desempleado adicional (ese marrón se lo come el INEM, es decir, el Estado).

Esa dualidad es fuente de poderosas ineficiencias (descontrol, falta de coordinación informática, ausencia de incentivos) que han hecho que estas instituciones, que consumen un volumen ingente de recursos, tengan en cambio un papel marginal en lo que a la intermediación en el mercado laboral se refiere. Son caras, son rígidas y burocráticas: son ineficientes.

Algo parecido puede decirse del panorama sindical español. En la medida en que los sindicatos viven de las subvenciones y no de las aportaciones de sus afiliados sus preocupaciones tienen más que ver con su papel como grupos de presión cuasipolíticos y con la defensa de su posición oligopolística, que con la defensa de los derechos laborales. Por eso, en la práctica actúan como férreos defensores del status quo: uno intuye que aunque llegara a haber veinte millones de parados ellos continuarían oponiéndose a cualquier conato de reforma.


4) La regulación más importante no es la del mercado laboral sino la de la actividad económica en su conjunto. Y en eso somos unos auténticos pioneros: en vez de facilitar la iniciativa emprendedora hemos alumbrado una laberíntica administración multinivel que, no sólo distorsiona la unidad de mercado, sino que, además, genera una farragosa normativa capaz de ahogar cualquier buena idea en un marasmo de autorizaciones, permisos, licencias, certificados, declaraciones responsables, garantías y otros centenares de chorradas.

Por otra parte, ser empresario en España (sinónimos: explotador, cabrón, señor gordo con bigote que fuma puros) es, todavía, un baldón. El español medio tolera al ricacho del pueblo porque forma parte del paisaje -siempre estuvo ahí- pero exhibe un recelo instintivo, trufado de envidia, frente al que mejora de condición. Mal que nos pese, todavía no atisbo en nuestro país nada de esa cultura protestante que venera el esfuerzo, la iniciativa emprendedora y el éxito profesional.

A MODO DE RESUMEN. Tendemos a creer en las soluciones milagrosas: si el equipo va mal echamos al entrenador, cuando hay sequía sacamos a la virgen de paseo y, cuando el paro se dispara, volvemos a invocar el mantra de la reforma laboral. Formas de pensamiento mágico totémico que sirven de poco, pero que nos hacen sentir que está en nuestras manos hacer algo relativamente fácil que puede cambiar el curso de las cosas.

Ojalá fuera tan sencillo.


PD. Propongo como alternativa que Soraya y Rubalcaba peregrinen descalzos por los campos de Castilla la Vieja, portando el pendón mayor del reino y las tablas sagradas de la reforma laboral.

Nota del autor. Ante las dudas suscitadas al respecto, debo aclarar que la expresión "pendón mayor del reino" no hace referencia a ningun miembro, pretérito o actual, de la dinastía borbón.

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