La noche
Hay una hora imprecisa de la tarde en la que la luz brilla como un puñado de arena seca y las calles del pueblo, que han ido perdiendo los colores, empiezan a recordar que hubo un tiempo en el que también fueron campo. La sombra de nuestros pasos se desvanece y por todas partes se advierte el orgulloso aliento de la noche, que ya ha comenzado a exhibir impúdicamente su rostro a través de las ventanas.
Justo entonces, cuando afuera la vida languidece y se remansa en los meandros del atardecer, yo experimento, de una forma casi física, un gravitatorio anhelo de escapar, como si el sueño que está por venir, en lugar de abrirse a la noche, me asomara al insoportable y exacto resplandor de la muerte.
Cuando eso ocurre procuro salir a pasear, dejando a la derecha el apeadero de la vieja estación, por las calles desiertas de Villabrázaro. El reloj del ayuntamiento ha dado las doce hace rato y yo estoy ahí, perdido en medio de ninguna parte, contemplando las estrellas y sus inabarcables constelaciones, plagadas de majestuosos nombres de resonancias míticas; nombres cuyo aprendizaje me fue un día vedado por mi deplorable inconstancia y que no ignoro que ya no llegaré a aprender.
Los árboles que bordean el río me contemplan con ademán grave, como gigantes vestidos de luto que conversan entre murmullos y un olor dulzón de jazmín y madreselva escala los muros del cementerio y se derrama por los patios de las casas. Tras las ventanas con reja, en cada habitación, las luces van dejando de arder, como vidas solitarias que se apagan.
Entonces, en medio de la noche, como hacía cuando era niño y aún me creía inmortal, pienso que soy el único espectador de una calle que a esta hora podría ser cualquier calle y que bastaría con que yo cerrara los ojos y dejara de mirarla para hacer que desapareciera todo cuanto me rodea, incluido ese vacilante farol amarillo que destila una luz desgastada por la rutina de las horas.
Comienzo a sentir frío y la luna me sonríe desde lo alto, ajena a todo lo demás, pobre y sola como una araña. Por un momento juraría que los dos compartimos en silencio la árida soledad del campo adormecido, como dos ciegos que, envueltos en periódicos y cartones, se consuelan mordisqueando un trozo de pan seco.
Camino con lentitud. Vengo de muy lejos, de una suma inconcebible de generaciones y me demoro en la contemplación de cosas que carecen de importancia. Lo hago por pereza y, también, porque desde niño he presentido que en cada minúscula sorpresa y en cada instante de asombro cotidiano habita una enigma o una revelación que comparten el secreto y antiguo linaje de los milagros.
Un enigma que no acertaré a descifrar en todas esas noches de vigilia que aún me aguardan. Una altiva revelación ante la que un día me inclinaré cuando haya muerto.
PD. Creo que fue Borges el que dijo -y juzgo modestamente que no erraba al afirmarlo- que todo lo que escribimos es, a la vez, íntimo y universal, pues no hay nada que le suceda a uno de nosotros, ya sea por azar o por imperativo de las oscuras leyes que gobiernan nuestros destinos, que no le ocurra también, más tarde o más temprano, a los demás: el amor, el oprobio, la ira, la febril proximidad de la dicha o la íntima herida de la pena.
Sublime!!
ResponderEliminarMe veo obligada a darle la razón a Borges...
Un abrazo.