Tan lejos y tan cerca de la civilización
Sostengo
desde hace algún tiempo una ardua contienda con un amigo acerca de la
naturaleza humana (en realidad, no es demasiado ardua pero la prosa
pseudobélica siempre atrae la atención del lector).
Opina
él -desde la onceava fracción de su vida, según un calculo realizado por sus
propios medios- que el ser humano es esencialmente bueno o, apoyándose en una
reflexión del economista Paul Krugman, "que los buenos siempre somos más,
pero los malos siempre hacen más ruido".
Yo
sostengo lo contrario o, en mis días más optimistas, que no estoy
muy seguro de ello. Y conste en acta que me gustaría pensar de forma
diferente y que, además, estoy seguro de que hacerlo me sentaría de maravilla desde un punto de vista egoísta y
puramente existencial.
Lo
primero que tengo que decirle a Paul Krugman (eh, Paul, escucha) es que si en
efecto dijo tal cosa debe ir con cuidado. Yo jamás me incluiría a mi mismo en
el grupo "de los buenos" y no porque sea malo -no creo serlo
demasiado cuando me miro y aún me lo parezco menos cuando me comparo-
sino porque, si examinamos la historia con un poco de detenimiento descubriremos una constante: cada vez
que alguien afirma ser de los buenos hay alguien que, por no
serlo, acaba ardiendo en una hoguera o sometido a un juicio sumarísimo.
Dejando
a un lado que hay que manejar con cautela eso de "los buenos",
resumiré mi propio argumento como sigue: hay unos pocos buenos y unos pocos
malos que lo son siempre y en todo lugar, de forma intrínseca e indisoluble,
al margen (o casi al margen) de todo condicionamiento o circunstancia. Son los
héroes, los santos y, en el otro bando, los fascistas, los psicópatas y Pepe el
defensa del Real Madrid.
En
medio, hay una masa altamente alienable que, bajo las condiciones adecuadas, es
capaz de venerar como demiurgos o semidioses a Hitler o Stalin, celebrar sin
asomo de vergüenza el aniversario de una guerra sin sentido instigada por una
dictadura criminal contra Inglaterra (nada menos) con el objetivo de conquistar
unas islas cochambrosas que nadie sabe localizar en un mapa y cuyos habitantes
no quieren ser argentinos o, sin ir más lejos, glosar como si fuera una
homérica epopeya la invasión de un islote con nombre de condimento culinario
defendido por un comando de élite integrado por dos muchachos desaliñados y
seis cabras ojerosas.
Mi
argumento, no lo ignoro, es peligroso porque puede contribuir al descrédito de
la democracia (ese curioso abuso de la estadística, en palabras de Borges). No
lo pretendo: la democracia es la menos mala de las formas de gobierno que se
han ensayado y no conozco a nadie que haya propuesto una mejor o, si se quiere,
menos dañina; lo cual, como es obvio, no impide que al amparo de la democracia
y con jubilosas votaciones de por medio se hayan cometido todo tipo de
tropelías a lo largo de la historia.
Tampoco
intento convencer a nadie relatando los múltiples actos criminales, estúpidos,
falaces y egoístas que engrosan la hoja de servicios del ser humano y que son
de sobra conocidos por cualquier estudiante de instituto (de instituto
finlandés, por supuesto).
Lo
que intento decir es que creo que, como defiende la psicología moderna, el ser
humano es un animalejo situacional: sus acciones, reacciones y pensamientos son
modelados constantemente a través de la interacción social. El ser humano es,
en efecto, plástico y maleable -se adapta al entorno, cambia de idea, reajusta
sus expectativas- y esto no es un defecto desde el punto de vista
evolutivo, sino todo lo contrario: se trata de un mecanismo adaptativo, porque la flexibilidad y la adaptabilidad son imprescindibles para sobrevivir en
un entorno hostil.
El
problema es que esa masa de seres humanos modelables y situacionales son
(somos, Krugman, somos) imprevisibles y muy a menudo lo son (somos) para mal y
sin ninguna justificación. Podemos hacer cosas maravillosas pero, de igual forma, hay también algo siniestro y amoral dentro de nosotros que nos convierte en individuos capaces de cometer toda suerte de actos crueles y deleznables sin pestañear.
Se
hacía eco esta semana El País de los relatos que los soldados del ejercito nazi
realizaban (creyendo no ser escuchados por nadie más) a sus colegas de cárcel en los que se enorgullecían de
sus hazañas (matar mujeres que acudían a felicitar a los soldados aliados, hundir barcos de transporte repletos de niños y otras heroicidades similares). Lo más espeluznante -al margen de los
propios hechos- es que no cometían esas atrocidades compelidos por un miedo
irrefrenable a la Gestapo, ordenes superiores o por la natural alienación de la
guerra.
Lo hacían porque sí, con esa inexplicable banalidad del mal que siempre me asombra tanto y que es quizás su atributo más característico. Te
mataban porque podían y ya está. No tenían porque hacerlo: nadie les veía si no
lo hacían, nadie les hubiera pedido cuentas. Tampoco lo hacían porque odiaran al
enemigo, ni por venganza, ni por locura, ni por adoctrinamiento ideológico. Lo hacían porque
les encantaba hacerlo. Disfrutaban como locos haciéndolo: se lo
pasaban pipa.
Esa
crueldad no es una enfermedad ni una excepción sino algo (ay!) terriblemente
humano. Por eso estoy seguro de que no será nunca la naturaleza humana, así en
bruto, la que nos salve de la barbarie: son la razón y algunos de sus
subproductos más elevados -la primacía de la ley, la división de poderes y el
respeto a los derechos humanos- los que nos van apartando lentamente del reino
de oscuridad en el que hemos estado sumidos durante miles de
generaciones. E incluso ahora, en nuestros días, ese tránsito ocurre contra la
voluntad de muchos -la iglesia católica o los fundamentalistas islámicos, por citar sólo
dos ejemplos- que estarían encantados de que regresáramos a lo más profundo
de las cavernas.
PD1.
Ilustraré mi argumento con un ejemplo imaginario tomado al azar. Imaginemos que
el puesto de Delegado de Hacienda, en lugar de adjudicarse de acuerdo con
criterios más o menos prefijados por las normas, se otorgara utilizando como criterio de selección el libre albedrío de todos los interesados. Siendo
así, si el titular de la plaza estuviera convencido de la intrínseca bondad del
ser humano, no tengo ninguna duda de que los candidatos al puesto y sus
fervorosos valedores acabarían asaltando su despacho armados con malas
intenciones y abundante material de cocina y de que, al cabo de no más de tres
lunas, la sangre de aquel acabaría desparramada por el suelo de vinilo.
PD2.
Un asunto sobre el que no caben bromas. El pasado tres de marzo cuatro neonazis
chilenos encontraron tumbado en un parque a un activista homosexual de 24 años
que trabajaba como vendedor en una tienda de ropa. Durante seis horas, mientras
bebían y bromeaban, se dedicaron a pegarle puñetazos y patadas, a golpearlo con
piedras y a marcarle esvásticas en el pecho y la espalda con los cristales de
una botella. El joven, Daniel Zamudio, falleció en el hospital después de 25
días de agonía. Suscribo enteramente lo que escribió Vargas Llosa, al respecto:
"Lo más fácil y lo
más hipócrita en este asunto es atribuir la muerte de Daniel Zamudio sólo a
cuatro bellacos pobres diablos que se llaman neonazis sin probablemente saber
siquiera qué es ni qué fue el nazismo. Ellos no son más que la avanzadilla más
cruda y repelente de una cultura de antigua tradición que presenta al gay y a
la lesbiana como enfermos o depravados que deben ser tenidos a una distancia
preventiva de los seres normales porque corrompen al cuerpo social sano y lo
inducen a pecar y a desintegrarse moral y físicamente en prácticas perversas y
nefandas.
Esta idea del
homosexualismo se enseña en las escuelas, se contagia en el seno de las
familias, se predica en los púlpitos, se difunde en los medios de comunicación,
aparece en los discursos de políticos, en los programas de radio y televisión y
en las comedias teatrales donde el marica y la tortillera son siempre
personajes grotescos, anómalos, ridículos y peligrosos, merecedores del
desprecio y el rechazo de los seres decentes, normales y corrientes.
(...) en lo que se
refiere a la homofobia, la izquierda y la derecha se confunden como una sola
entidad devastada por el prejuicio y la estupidez. No sólo la Iglesia católica
y las sectas evangélicas repudian al homosexual y se oponen con terca
insistencia al matrimonio homosexual. Los dos movimientos subversivos que en
los años ochenta iniciaron la rebelión armada para instalar el comunismo en el
Perú, Sendero Luminoso y el MRTA (Movimiento Revolucionario Tupac Amaru),
ejecutaban a los homosexuales de manera sistemática en los pueblos que tomaban
para liberar a esa sociedad de semejante lacra (ni más ni menos que lo hizo la
Inquisición a lo largo de toda su siniestra historia).
(...) Se ha avanzado
mucho en la lucha contra el racismo, sin duda, aunque sin extirparlo del todo.
Hoy, por lo menos, se sabe que no se debe discriminar al negro, al amarillo, al
judío, al cholo, al indio, y, en todo caso, que es de muy mal gusto proclamarse
racista.
No hay tal cosa aún
cuando se trata de gays, lesbianas y transexuales, a ellos se los puede
despreciar y maltratar impunemente. Ellos son la demostración más elocuente de
lo lejos que está todavía buena parte del mundo de la verdadera civilización.”
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