Asturianos



Vengo de un lugar en el que la humedad tiene dedos invisibles que permiten que la vegetación crezca en recovecos casi imposibles de concebir: en medio del pavimento de las carreteras, dentro del armario de la despensa o bajo los aleros del tejado.

Sin embargo conviene tener cuidado: esos mismos dedos también corroen lentamente el hierro, atascan las cañerías, convierten las carreteras en una trampa mortal que te acecha a la sombra y, en las noches de invierno, son capaces de apretarte el cuello hasta dejarte casi sin aliento. 

Ese lugar se llama Asturias y es la tierra de mis padres y mis abuelos y de las infinitas generaciones que les precedieron. 

A los asturianos nos gusta pensar que se trata de un lugar especial: la cuna de la reconquista y algunas tonterías semejantes. Y, sobretodo, estamos íntimamente convencidos de que es el sitio en el que mejor se come del mundo y, es tan obvio que casi no hay que decirlo, el lugar en que mejor se vive ("como en Asturies no se vive en ningún sitiu").

Esa íntima convicción no la alcanzamos, conviene saberlo, mediante un contraste exhaustivo de las costumbres culinarias de otras civilizaciones (que nos repugnan instintivamente porque, como decía mi abuela, por ahí afuera "nun comen más que mierda"), ni mediante sesudos estudios sociológicos, sino por pura intuición y un poco a la buena de dios; pero eso jamás importará lo más mínimo a un auténtico astur que, llegado el caso, será capaz de compensar sus eventuales carencias argumentales con un torrente de sonoras y  exhuberantes procacidades emitidas a un volumen que sobrepasará con facilidad los ochenta decibelios.

Los astures apreciamos sobremanera la comida y la amistad, que consiste en diversas manifestaciones de ingestión de alimentos y alcoholes de alta graduación en grupo. Y nada más acabar de comer nuestro pasatiempo favorito consiste en pontificar y discutir sobre cualquier cosa que se nos ocurra. Vistas desde fuera, con los ojos de alguien nacido más allá de los Picos de Europa, esas discusiones parecen estar siempre al borde del homicidio y de la reyerta tumultuaria, pero los asturianos somos capaces de cagarnos hasta en nuestras respectivas madres sin la menor acritud porque, de alguna forma, somos conscientes de que cualquier discusión de sobremesa, por muy áspera que pueda llegar a ser, no es mas que una representación teatral cuyo objetivo es poner de manifiesto aquello de lo que nosotros siempre estuvimos íntimamente convencidos: que, digan lo que digan, tenemos unos huevos tan grandes como balas de fragata corsaria de 450 toneladas y más razón que un santo. 

Y punto y a la línea, carajo. 

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