Viajes de ida


La verdad es que no tengo ni idea de cuándo fue la primera vez que nos dimos un beso. Supongo que debió ser durante el primer año de universidad, cuando cada mañana íbamos juntos desde la estación de los autobuses Alsa en Oviedo, cruzando el Parque San Francisco, hasta el vetusto y elegante caserón de la facultad de Derecho. Todavía no había amanecido y ella me cogía del brazo porque tenía miedo a resbalar en el pavimento mojado y a que un coche la atropellara al caer.

Sus padres tenían un piso que apenas visitaban en una urbanización junto a la playa en Gijón. Allí, al lado de una ventana abierta que olía a salitre y escuchando una canción de Enya que a ella le gustaba mucho, yo me quedaba algunas tardes contemplando el vuelo de las gaviotas que se deslizaban con aire descuidado entre las olas. Como es natural, en esas ocasiones estudiar yo no estudiaba nada, para que nos vamos a engañar.

En cambio recuerdo perfectamente el día en que ella se marchó. 

Era un sábado de mayo, muy temprano. Yo la recogí en su casa y la llevé en coche a la estación de autobuses de Gijón. Se iba a vivir con sus tíos a Alicante. Decía que necesitaba despertarse en un lugar en el que siempre pudiera sentir el calor del sol en su cara y que le iría bien un cambio de aires.

Mientras lo decía yo la escuchaba y apenas podía respirar.

No éramos novios, no lo habíamos sido nunca, así que no había nada que decir. Y si lo hubiéramos sido tampoco habrían cambiado mucho las cosas. Eso, en realidad, no importaba en absoluto.

Me gustaría decir que me quedé allí, como si nada, con el corazón frío como una piedra mientras la veía subir al autobús. Hubiera estado bien. Pero en lugar de eso volví a casa hecho polvo y mientras conducía lloré tanto que tuve que detenerme porque apenas divisaba las líneas de la carretera. 

Nunca volví  a verla.

A los 23 años, una noche de verano, celebrando en Alicante con varios compañeros el final de la carrera, la mató un conductor borracho que necesitó subirse a la acera más de diez metros para conseguir atropellarla y que intentó darse a la fuga hasta estamparse contra un camión del servicio municipal de recogida de basuras.

En el tanatorio nadie lloraba. Era como si el tiempo se hubiera parado, como si alguien hubiera apretado un botón y la escena se hubiera quedado congelada a la espera de un acontecimiento que nunca llegaría a ocurrir. Le di el pésame a sus padres -que no tenían ni idea de quien era yo- y me fui todo lo rápido que fui capaz, como intentando alejarme de algo que, además de doloroso, no tenía el menor de los sentidos desde ningún punto de vista.

Hay noches en las que, en medio del sueño, siento que ella me coge con fuerza el brazo. Es un instante luminoso que me hace sentir bien. Pero luego, al instante, el sueño se transforma y yo intuyo que va a ocurrir algo terrible. Nunca acierto a saber qué es y ni siquiera sé si ocurre algo en realidad pero, para entonces, aunque todavía noto su calor, ya he dejado de sentir su brazo sobre el mío.

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