Una rebequita




Estos días en los que el sol no tiene lo que hay que tener para asomarse entre la niebla me acuerdo de mi madre, que tenía una obsesión tremenda con el frío y por eso cada vez que yo amagaba con salir a la calle me atropellaba con jerseys y bufandas hasta convertirme en una cosa más ancha que alta con aspecto de extra de los Miserables. Yo, para evitar aquella avalancha de algodón cien por cien, procuraba salir corriendo y mientras lo hacía no podía evitar pensar que eso de abrigarse era como comer filete empanado y col lombarda, una cosa de viejos. 

En el colegio me enteré de que todas las madres andaban medio enredadas con la cosa de la climatología. Al principio creí que era una especie de simulacro colectivo, como las peleas de El Enterrador o de John Cena en la WWF, pero se ve que los españoles llevamos tantos siglos pasando frío que lo tenemos medio enquistado en los cromosomas y por eso las madres han incorporado a su ADN un gen abrigador que siempre echa en falta una rebequita de más.

Las madres exageran un poco, como exageraba Pepiño Blanco el día en que, por prudencia, según dijo, se negó a comentar las primarias del Partido Demócrata norteamericano, para evitar que su opinión corriese como la pólvora por el medio oeste y acabara decantando la contienda en favor de alguno de los candidatos. Pero esa exageración indumentaria es una exageración amorosa y por eso uno encuentra la mar de normal que un montón de años después tu novia te inspeccione de arriba abajo y te diga que con el frío que hace no se puede salir a la calle así, que te vas a constipar.

Y esa frase, que es una chorrada desde el punto de vista de la ciencia médica, sin embargo, te hace sentir bien porque aunque tener frío es cosa de viejos, que alguien te cuide y se preocupe por ti es algo que ese niño pequeño que todos llevamos por dentro siempre echa de menos. 

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