Heridas que no se curan jamás





La noche en la que murió hacía rato que mi padre y yo nos habíamos quedado solos en su habitación del hospital de Jove. Debía ser algo más de la una y en la ventana brillaban, entre los últimos restos de la borrasca que había arreciado esos días, las luces del puerto de El Musel que a  él tanto le gustaban y más lejos, confundidas con la niebla en el horizonte, las de la línea de la costa de Gijón. Desde hacía una hora su respiración había empeorado hasta convertirse en un gemido irreconocible. Parecía que su corazón estuviera intentado aferrarse con desesperación a algo invisible, pero resultaba evidente que ese algo ya no estaba o se había quebrado y que no era posible recomponerlo de ninguna manera. Durante una fracción de segundo me apretó la mano por última vez, yo cogí con fuerza la suya y, cuando quise darme cuenta, su respiración se había desvanecido. Apoyé la cabeza en su pecho pero por mucho que lo intenté ya no pude escuchar los latidos de su corazón.

Me quedé un buen rato en silencio, sin decir nada, llorando con su mano entre las mías y no avisé a nadie hasta bastante más tarde. Durante mucho tiempo pensé que lo había hecho para despedirme, para estar con él por última vez. Sin embargo, esta noche, al recordarlo, me he dado cuenta de que en realidad no sucedió así. Me quedé allí, sujetándole la mano, porque una parte de mi estaba seguro de que si lo hacía durante el tiempo suficiente él encontraría el camino de vuelta y regresaría conmigo, porque mi padre había estado siempre allí, antes de que yo existiera y en todos los momentos importantes, en los buenos y en los malos y en los que ni siquiera merece la pena recordar y me resultaba imposible imaginar cualquier forma de universo en la que no estuviera allí como lo había estado siempre.

Todavía hoy, tantos años después, algunas noches sueño que se despierta, me aparta el flequillo con la mano y me dice que no sea bobo, que deje de llorar y que me meta en la cama de una vez, que ya no son horas. 

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