Memorial a los caídos en el abismo de tu sonrisa

 
 
 
Era morena y hermosa, tenía los ojos oscuros como una selva de noche y una sonrisa fascinante, imposible de dibujar, con una pizca de desdén que parecía inofensiva, pero que flotaba en el aire, caía sobre ti y se te iba enredando por dentro, en lo más hondo,  hasta que tenías la desoladora certeza de que si ella no te miraba no podías ni respirar. En sus labios había la promesa de un mundo mejor pero ese mundo resultaba tan inhóspito e inhabitable como los paraísos de todas las utopías: dabas vueltas y más vueltas en la cama intentando conciliar el sueño, te echabas otra novia para olvidarla y sólo conseguías olvidarte de que tenías novia, le escribías infatigables cartas que luego arrojabas a la papelera para que tu hermana las rescatara a escondidas y se las recitara a sus amigas, vagabas por las calles con la cabeza en las nubes y con grave riesgo de ser atropellado por un futbolista sin carnet y, al final, acababas descubriendo que, sin saber muy bien cómo, se te había abierto en la línea de flotación una vía de agua que sólo eras capaz de taponar a base de ansiolíticos y antidepresivos de última generación.
 
Regresé a Asturias quince años más tarde y tardé unos meses en poner en orden la casa familiar, en la que las hormigas habían tomado posesión del entarimado del vestíbulo y los pulgones de los manzanos se colaban en oleadas por las enmohecidas rendijas de las ventanas. Todavía olía a pintura mientras llenaba de libros las estanterías y los gorriones se disputaban la propiedad de sus viejos nidos adosados a las tejas del desván cuando volví a verte en la boda de un amigo común y, después de saludarnos, me dijiste, así, sin más, que siempre habías creído que me caías mal. Al escucharlo me sorprendí mucho, pero luego me di cuenta de que tenias razón, porque repetirme todo el rato lo mucho que te odiaba y apretar con fuerza los puños hasta dejarme marcadas las uñas en las palmas de las manos había sido la única estrategia que había sido capaz de articular para defenderme un poco de ti, para intentar olvidarte, para que se callara la voz que siempre pronunciaba tu nombre cuando afuera se hacía el silencio.
 
Odiarte un poco y no mirarte nunca a los ojos, porque de ellos sólo se escapaba a rastras.
 

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