Santorini




Hace mucho tiempo, hacia el año mil seiscientos antes de Cristo, la caldera del volcán de Tera explotó provocando un maremoto y lanzando ingentes cantidades de cenizas a la estratosfera que oscurecieron el cielo y que casi se llevan a media Europa por delante. En el lugar del cataclismo la tierra se desplomó sobre el mar dejando como único testigo del suceso una pequeña isla con forma de arrugada luna menguante cuyas laderas se asoman hoy al abismo en el que entonces se levantaba el volcán.

Sus playas de arena negra no son nada del otro mundo y, además, se cuentan con los dedos de una mano porque en la cara interior de la isla, esa en la que los acantilados bordean el mar insondable, no hay playas ni nada que se le parezca: sólo un mar profundo que los antiguos navegantes sondeaban en vano y que juzgaban sin fondo en sus cartas de navegación. 

Sin embargo esa isla singular, la isla de Santorini, es uno de los lugares más hermosos del mundo. Desde las colinas de Oia, al atardecer, el sol empieza a deslizarse sobre el azul infinito del agua y a cada instante el paisaje cambia: el azul se torna diferente y el mar brilla de una forma que un segundo antes resultaba imposible de imaginar. Es un espectáculo de una serena belleza en el que nada parece cambiar y en el que, sin embargo, nada es nunca lo mismo, en un juego de infinitas combinaciones y permutaciones de luces y tonos.

Todos nos enamoramos de algún lugar. Yo lo hice de Santorini y antes de morir espero regresar al si la fortuna me lo permite. Y ya que hablamos de fortuna, puestos a soñar, si algún día me hago rico -y conste que, por lo que pueda pasar, lo digo el día antes del sorteo de la lotería- me compraré una casa pequeñita allá en lo alto desde la que se vea el mar Egeo, con una piscina de agua color turquesa que se funda con la línea del horizonte y me quedaré allí, comiendo queso Feta con aceitunas hasta que me haga viejo, absorto en las incesantes idas y venidas de los trasatlánticos que serpentean sobre el inmenso azul del mar.




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