Bronquitis (otra vez)


Llevo desde el viernes con bronquitis. Suele empezar con una tosecilla seca e insidiosa, pero lo que viene después varía mucho: a veces se te inflaman las amígdalas, otras los oídos, otras tienes las mucosas nasales a punto de explotar y, lo más divertido de todo, un día te ocurre una cosa y al día siguiente la otra o todas a la vez. Mientras tanto, para completar el carrusel infeccioso, comienzas a toser como imagino que deben hacerlo los enfermos de silicosis de las minas de Asturias y, así, a fuerza de toser sin parar, sientes que cada vez que lo haces el pecho te va a explotar. En la última fase ya no paras de hacerlo, tienes tanto moco como una manada de Aliens contemplando un rebaño de ovejas, los pulmones te duelen y sudas hasta por cambiar el canal de la tele. 

En los últimos años, en cuanto noto que la cosa empieza a ponerse entretenida, yo mismo me tomo, por mi cuenta y riesgo, un antibiótico, Azitromicina, durante seis días. Los médicos me dirán naturalmente, que no debo hacerlo, pero hacerse adulto pasa, entre otras cosas, por saber que nadie sabe casi nada de nada y los médicos bastante menos de lo que ellos creen. La ventaja del antibiótico consiste en que el proceso se abrevia considerablemente: todas las infecciones bacterianas que aprovechan la debilidad de mis defensas se estrellan contra la Azitromicina y así, en vez de estar quince días enfermo, estoy apenas cinco o seis y en una versión bastante light. El médico me acabaría recetando lo mismo, por supuesto, pero cinco días más tarde, cuando a causa de la infección la lengua ya no me cupiera en la garganta.

Cuando me pongo enfermo trastorno (más, si cabe) mi horario. Me acuesto a las tres de la mañana. Me levanto a las doce (después de haberme cambiado la ropa, empapada en sudor, un mínimo de tres veces durante la noche), leo mi correo, contesto a los mensajes del trabajo, preparo la comida (si no tengo fiebre) y duermo tres horas las siesta después de comer. Me dedico a escribir (los días peores ni siquiera tengo fuerzas), a contestar los whatsapp de los amigos que me preguntan si todavía estoy vivo y a ver cine y series en Digital Plus. Esta noche, por ejemplo, he visto Vivir es fácil con los ojos cerrados, de David Trueba, que es una road-movie muy buena pero que no recomiendo, porque es de esas que sólo le gustan a la gente con inclinación a la melancólica y la melancolía no está nada de moda, así que es casi seguro que a muchos de ustedes, lectores míos, que son gente práctica, les parecería muy aburrida.

Yo de niño era asmático y aunque ahora ya no lo soy mis bronquios son y serán bronquios de asmático y por eso les resulta tan fácil dejarse seducir por la bronquitis. Es como un recordatorio de que uno nunca deja de ser del todo aquel que fue un día. Del asma, también, me queda una cierta mirada de asmático. Un asmático es alguien que durante horas, en medio de la noche, pelea porque el oxígeno siga llegando a sus pulmones. A veces notas que te falta el aire y estas convencido de que te vas a morir. Y así durante horas, hasta que al llegar las seis o las siete de la mañana empiezas a respirar mejor y, por fin, te duermes. Por eso la mirada del asmático es una mirada relativizadora: no hay nada tan jodido como no poder respirar, así que que tu mujer te deje por un comercial de aspiradoras, que se te estropee la nevera porque se obstruya el canal de desagüe o que un coche atropelle a esta tía abuela que, para que nos vamos a engañar, estaba pidiendo a gritos un buen atropello, y le parta tres costillas, no te parece nunca, en el fondo, por mucho que trates de disimular, tan grave. Aspiras hondo y notas que el aire llega, una vez más, a tus pulmones. Estás vivo, así que todo sigue en su sitio.

PD. La película despliega una mirada melancólica sobre un tiempo, no tan lejano, en el que había que cortarse el pelo por cojones. Y es, también, un homenaje a los Beatles y a los buenos profesores, como el protagonista, Antonio Sanromán, profesor de latín y de inglés. Viéndola recordé, por cierto, a un viejo profesor mío de inglés en el Instituto, al que llamábamos el mejicano (es una pena, pero no recuerdo su nombre). A él le debo la matrícula de honor en la calificación global de mis notas de COU, aunque esa deuda sea de naturaleza poco convencional. El número de matrículas que cada centro podía asignar era muy limitado y, por razones que no vienen al caso y que no eran precisamente académicas, parece que había candidatos mejor posicionados que yo. El caso es que, muchos años después, alguien me contó que en la reunión en la que se decidía quienes debían ser los agraciados, después de escuchar lo que tenían que decir al respecto todos los demás profesores, el susodicho se levantó y vino a decir que si yo no era elegido él se sacaba la polla allí mismo, frase memorable que, al parecer, puso fin a la discusión. Supongo que de eso va también la película: de que es necesario abrir los ojos y, ya puestos, sacarse la polla de vez en cuando para pelear por lo que uno lo cree justo. 




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