Mi padre me lo dijo una vez
Ahora que todos deambulan por los telediarios ebrios de
patrias y cargados de razones y referendums, recuerdo que un domingo por la tarde, allá por octubre, de camino al fútbol y sin venir a
cuento, mi padre me cogió del brazo, me miró fijamente y me confesó que cada
vez entendía menos de la vida y que empezaba a sospechar que, en realidad, no había nada que entender y que las cosas son como son y ya está y que lo mejor es no darles demasiadas vueltas; pero no se equivoquen, en aquella súbita revelación existencial no
había nada de resignación ni de tristeza, todo lo contrario, me lo dijo en voz
baja, muy serenamente, como si con aquellas palabras me estuviera descifrando un enigma
que le hubiera llevado más de cincuenta años desentrañar y como si estuviera seguro de
que con saber eso hubiera de sobra para que en el futuro yo fuera capaz de apañármelas sin auxilio de nadie, recorrer ciudades fuera
de las geografías cuyo nombre ni siquiera sabía pronunciar, besar con descaro a
muchachas de esas que nunca se despeinan y que jamás se mimetizan con el paisaje, derrotar a los dragones que se nos hospedan en el fondo de armario de las tripas, trazar
sin desviarme un destino exacto en medio de esas pequeñas renuncias que son
el pan nuestro de cada día y llegar, con un poco de suerte y una comprensible perseverancia, a morder lo más profundo de tu corazón con estas palabras.
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