Amores de fábula
Cada vez que ella te llamaba tratabas de resistirte pero como (no te queda más remedio que reconocerlo) te resistías fatal, si ella tardaba en llamarte acababas por llamarla tú y por eso no pasaba mucho tiempo sin que, como Teseo en la isla de Creta pero sin ningún cabo de cuerda con el que desandar el camino, hicieras caso omiso de las señales de peligro y acabaras yendo a verla, cargado de ilusiones y de nostalgia, pertrechado con dos tiritas amarillas de Bob Esponja (por lo que pudiera pasar) y una frágil ironía que era tu único escudo de defensa cuando te adentrabas en el laberinto de su amor, no menos terrible y oscuro que el habitado por el Minotauro.
A sus caprichos acababas por acostumbrarte porque la muchacha te volvía loco de remate y en esos casos se perdona casi todo, pero lo otro, lo que intuías y no tenía nombre, era bastante peor porque, aunque ella afirmaba (y lo hacía con tanta gracia que casi parecía verosímil) que nunca te mentía ni te engañaba, un día acababas por darte
cuenta de que, en realidad, por más que no quisieras verlo, eras suplente de otro, de otro que no eras tú y que por eso su amor
era un amor provisional y sujeto a condición resolutoria, que alzaba
el vuelo y se perdía entre las nubes como una de esas hileras de hormigas aladas que presienten la llegada de las
tormentas, en cuanto su marido (que algo tenía, eso si, de Minotauro) le ponía fecha al billete de regreso.
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