La gran belleza
Esta noche he visto, por tercera vez, La gran belleza del napolitano Paolo Sorrentino. Sin
ser perfecta (la perfección engendra monstruos), se trata, a mi juicio, de una
película muy hermosa, dulce, a ratos agría y siempre
melancólica. Conozco, no obstante, a bastante gente a la que le produce espanto
y a más de uno que me mira con cara de susto cada vez que me oye decir que me gusta. Esta discrepancia resulta de lo más normal y no debería ser causa de asombro porque que
algo nos guste o nos parezca detestable depende de muchos azares: de los invisibles tentáculos de tus genes, de con quién y en qué ambiente has crecido, de los libros que pasaron por tus manos, del clima, el paisaje y la comida, de la música que escuchabas por la radio, de tus profesores, de tus amigos, de tu capacidad para
percibir el absurdo de la existencia, de tu edad y momento vital, de las enfermedades que tuviste y de las
veces que (ay) te rompieron el corazón.
Cualquier manifestación artística no es más que una gota que
impacta en una solución química compleja (mi vida, tu vida) y que puede
provocar reacciones diversas: un cambio de PH, cierta efervescencia, un
estallido o, como ocurre a menudo, nada de nada. Siendo como es excepcional que
algo resuene en nuestra alma y nos emocione deberíamos alegrarnos cuando tal cosa sucede pero -por esas
paradojas de las que tanto gusta la vida- en esos arrebatos estéticos solemos ser víctimas de un trastorno que hace que nos
incomode que los demás no estén conformes con nuestros juicios, como si
existiera una verdad única e inmutable (la nuestra) que todo el mundo estuviera
obligado a deglutir sin rechistar y, lo que es más preocupante todavía,
tendemos a percibir cualquier discrepancia de criterio como una agresión o un insulto del estamos
obligados a defendernos crucificando, si es preciso, a aquel que no se rinde a nuestra evidencia.
No creo equivocarme demasiado al afirmar que esta inquisitorial
tendencia a la confrontación montaraz y barriobajera con el discrepante, con el
aficionado de otro equipo o, en su peor versión, con el adversario
político es, sin duda, el rasgo más característico y más deprimente de este
nuestro país y el que explica mejor las desventuras, guerras civiles y cainismos de nuestra historia pasada
y más reciente.
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