El viento
Algunos noches el viento barre el polvo de los caminos con su mano invisible, alborota los andamios de madera y alambre de los campos de lúpulo, aviva el fuego de las
naves de los descubridores para recordarles que su suerte está echada, pone en fuga
las tejas del galpón que tanto le costó colocar al abuelo, juega a las cartas con las hojas de los almendros, hace
tiritar de fiebre las luces de los peajes de las autopistas y husmea ronroneando
como un gato juguetón en los patios porticados de los colegios religiosos.
Otras la cosa se pone seria de verdad. Y entonces el viento aulla desde la bajamar del páramo (como lo hacían los
lobos cuando de niño salía de casa de madrugada para ir al colegio) y amenaza
con arrojar la pelambre espesa de la noche sobre los árboles que se arrodillan a su paso, con descubrir el manto que oculta todos los secretos (como
el de aquella carta de la que nunca llegaste a saber porque se perdió en una rendija de una oficina de correos) y con traer de vuelta el olor de aquella chica que tanto te gustaba, ese que, por muy buenas razones que ahora no hacen al caso, habías arrinconado en lo más hondo del último estante del olvido.
En esas
ocasiones, desde la espesura de la cama, refugiado entre las sábanas, uno
tiene la sensación de que el viento no sólo la ha emprendido a bofetadas con las antenas de televisión, las latas de coca-cola, los perros anónimos de razas entreveradas y ojos saltones, los restos de
hamburguesas de pollo mutante del McDonalds y los desvencijados agentes de la guardia urbana, sino que, además, a poco que siga soplando, acabará por arrancar
a dentelladas las costuras del mundo y por mandarlo todo a la mierda.
Y es justo
por eso por lo que me encanta el viento: porque después del viento es como si todo empezara de nuevo.
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